jueves, 12 de septiembre de 2013

CAFÉ DE NUEVA YORK, cuento, por Viviana Giménez®

CAFÉ DE NUEVA YORK

Cuento, por Viviana Giménez

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Ella estaba ahí otra vez, claro, como todos los días.  El café a esta hora gozaba de pleno apogeo: los mozos iban y venían, frenéticos, ignorándome, llevando y trayendo cosas a otros a quienes sí atendían solícitos.  El olor a café espreso era el más nítido aquí en la barra, donde yo me encontraba sentada al lado de ella.  A ella sí le prestaron inmediata atención, “hola, abuela, lo de siempre, ¿no?”  Y claro, ¿qué pretendía yo? La “abuela” era cliente de siempre, a mí no me cabían esos privilegios, yo quería un simple café y este lugar se me atravesó en el camino, mi elección de lugar fue totalmente arbitraria, yo era casi una intrusa, después de todo . . .
            En cambio ella era la hola-abuela-lo-de-siempre.  Y en medio minuto le trajeron lo de siempre: un bol de sopita de verduras humeante, un platito con dos bollos, manteca y un vaso de agua “con limón, abuela, mire qué limón grande”.  Con limón y con sonrisa, y yo que me muero por un capuccino, ¿para cuándo?  Después, se hablan en su idioma: ¿qué es?  Griego o ruso o polaco, tal vez hasta árabe.  Mi pobre oído también debe tener sed de café y hasta hambre, después de ver esa sopita.
            La abuela ahora habla sola, en el idioma de este país, pero no le entiendo porque son murmullos, y además está la sopita en su boca que le cambia los sonidos a cualquiera, y las miles de otras voces del café también apagan mis intentos por comprender.
            Mientras yo sigo esperando, ella acaba su sopa, pero no los panes: “es que me dieron mucho”, “coma abuela coma y si no se los lleva”.  ¿Quién será la abuela? ¿Quién seré yo en esta gran ciudad?
            A mi izquierda también alguien que habla en otro idioma, que es búlgaro o yidish o suahili.  Todo lo miro de reojo, no se hacen las cosas de otro modo en la ciudad.  ¿Quién quiere correr el riesgo de ligarse un “¿y usted qué mira”?
            Por fin llega mi capuccino, y yo contenta aunque le han puesto canela, no me han dado cuchara para tomarme la espumita y ni hablar de servilleta.  Pero no me atrevo a molestarlos otra vez, la abuela vuelve a la carga copándoles la atención, pidiendo “postre”, “postre”, simplemente, y me pregunto si también será el de siempre.
            Vuelven sonriendo y le traen de a dos, como en sillita de oro, un helado con dos copetes de crema, y la abuela ahora parece una chica devorándolo.  En un revoleo de mis ojos ya ha desaparecido un copete, y luego el otro, y pronto ya no hay nada más.  Sólo la abuela murmurando y sobando la cucharita con la lengua, quitando los últimos rastros de helado, de crema.  ¿Algo más, abuela, tal vez “lo de siempre”? (¿un café?)?, me pregunto.  Y la veo reposar la cabeza contra el mostrador mientras de a sorbitos pequeños voy dando fin a mi capuccino.  Ya no escucho su idioma, ni otros.  Percibo una quietud que de pronto es su quietud, y empiezo a sentir miedo y ya intuyo lo peor, cuando al rato decido ponerme de pie, y veo su mano colgando, y compruebo que “lo de siempre” pierde significado, cuando ya es tarde y se transforma en un “para siempre”.  Y yo, una mera circunstancia de lugar, dejo un par de dólares en el mostrador y me voy hacia algún otro lado donde nunca soy cliente habitual.®