CAFÉ DE NUEVA YORK
Cuento, por Viviana Giménez
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Ella estaba
ahí otra vez, claro, como todos los días.
El café a esta hora gozaba de pleno apogeo: los mozos iban y venían,
frenéticos, ignorándome, llevando y trayendo cosas a otros a quienes sí
atendían solícitos. El olor a café espreso
era el más nítido aquí en la barra, donde yo me encontraba sentada al lado de
ella. A ella sí le prestaron inmediata
atención, “hola, abuela, lo de siempre, ¿no?”
Y claro, ¿qué pretendía yo? La “abuela” era cliente de siempre, a mí no
me cabían esos privilegios, yo quería un simple café y este lugar se me
atravesó en el camino, mi elección de lugar fue totalmente arbitraria, yo era
casi una intrusa, después de todo . . .
En
cambio ella era la hola-abuela-lo-de-siempre.
Y en medio minuto le trajeron lo de siempre: un bol de sopita de
verduras humeante, un platito con dos bollos, manteca y un vaso de agua “con
limón, abuela, mire qué limón grande”.
Con limón y con sonrisa, y yo que me muero por un capuccino, ¿para
cuándo? Después, se hablan en su idioma:
¿qué es? Griego o ruso o polaco, tal vez
hasta árabe. Mi pobre oído también debe
tener sed de café y hasta hambre, después de ver esa sopita.
La
abuela ahora habla sola, en el idioma de este país, pero no le entiendo porque
son murmullos, y además está la sopita en su boca que le cambia los sonidos a
cualquiera, y las miles de otras voces del café también apagan mis intentos por
comprender.
Mientras
yo sigo esperando, ella acaba su sopa, pero no los panes: “es que me dieron
mucho”, “coma abuela coma y si no se los lleva”. ¿Quién será la abuela? ¿Quién seré yo en esta
gran ciudad?
A
mi izquierda también alguien que habla en otro idioma, que es búlgaro o yidish
o suahili. Todo lo miro de reojo, no se
hacen las cosas de otro modo en la ciudad.
¿Quién quiere correr el riesgo de ligarse un “¿y usted qué mira”?
Por
fin llega mi capuccino, y yo contenta aunque le han puesto canela, no me han
dado cuchara para tomarme la espumita y ni hablar de servilleta. Pero no me atrevo a molestarlos otra vez, la
abuela vuelve a la carga copándoles la atención, pidiendo “postre”, “postre”,
simplemente, y me pregunto si también será el de siempre.
Vuelven
sonriendo y le traen de a dos, como en sillita de oro, un helado con dos
copetes de crema, y la abuela ahora parece una chica devorándolo. En un revoleo de mis ojos ya ha desaparecido
un copete, y luego el otro, y pronto ya no hay nada más. Sólo la abuela murmurando y sobando la
cucharita con la lengua, quitando los últimos rastros de helado, de crema. ¿Algo más, abuela, tal vez “lo de siempre”?
(¿un café?)?, me pregunto. Y la veo
reposar la cabeza contra el mostrador mientras de a sorbitos pequeños voy dando
fin a mi capuccino. Ya no escucho su
idioma, ni otros. Percibo una quietud
que de pronto es su quietud, y empiezo a sentir miedo y ya intuyo lo peor,
cuando al rato decido ponerme de pie, y veo su mano colgando, y compruebo que
“lo de siempre” pierde significado, cuando ya es tarde y se transforma en un
“para siempre”. Y yo, una mera
circunstancia de lugar, dejo un par de dólares en el mostrador y me voy hacia
algún otro lado donde nunca soy cliente habitual.®