DE REALISMO MÁGICO CON OLOR A VINAGRE
Cuento, por Viviana Claudia Giménez®
Cuando fue a ver la casa lo
sintió, a ese olor a vinagre. Le trajo a
la memoria ese ingrediente infaltable en las ensaladas de su madre, y también
la solución casera para librarse de las liendres o parar sangradas de
nariz. “Olor a piojos”, pensó. Y cuando se animó a preguntar de dónde venía,
le dijeron, como al pasar: “Ah, es que la fábrica de vinagre Huser está a una
cuadra. Le muestro el cuarto de
baño”. Fin de la discusión.
Tal vez fuese sólo un mero
detalle, y así quiso verlo al repasar la casa mentalmente esa noche y los días
que le siguieron, mientras trataba de decidirse. Había visto muchos lugares en estos últimos
meses, y esta casa en particular era sin duda la que más armonizaba con su idea
de sitio perfecto. Sólo que en los
sueños, el detalle odorífero no cuenta.
Luego de tomarse unos días
para considerar el asunto con tranquilidad y sin presión alguna, decidió que el
olor era lo de menos. El intento de
autoconvencimiento era continuo: “Después de un tiempo ni siquiera voy a
sentirlo más; va a ser como si me quedara sordo de la nariz. ¿O no les pasa a los que viven cerca de
riachos estancados, basurales o cualquier otro lugar con olores mucho más
nauseabundos que éste? Ya dicen que uno
se acostumbra a lo que sea...Y no es un mal olor, al fin y al cabo...No es para
las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, pero ofensivo, lo que
se dice ofensivo, no es...Es peculiar, extraño, causa un cosquilleo en la nariz,
si se quiere...”
La decisión la demoró un
libro que estaba leyendo justo en esos días.
En él, un hombre termina suicidándose por “el olor a cebollas”. Nadie puede sentirlo, sólo él, y la desesperación
lo conduce sin remedio a la muerte.
“Ridículo”, pensó. Pero la duda
ya estaba instalada...
Igual, tiró el libro con
desprecio y terminó llamando a la inmobiliaria.
Les comunicó, con aplomo y seguridad en su voz, su decisión de comprar
la casa. Ni él hizo referencia alguna al
olor a vinagre, ni ellos tampoco.
¿A cuánto tiempo de estar en
el ambiente del olor se acostumbra uno a él?
¿Se puede morir, realmente, a consecuencia de un olor insoportable? Ni idea, debía haber preguntado al menos a
alguien antes de mudarse, para saber qué esperar. Aunque a lo mejor una respuesta científica lo
hubiera predispuesto mal, y era preferible dejar actuar a la naturaleza por sí
sola. Seguramente él dejaría de pensar
en el asunto sin siquiera darse cuenta.
¿Pero cuándo? Pasaron meses, y no se animaba a admitir ni
siquiera ante el espejo que ese olor no sólo no había desaparecido, sino que
hasta parecía haberse intensificado.
“Eso es imposible”, reflexionó, “¿cómo voy a estar yendo al revés de las
leyes de toda lógica?”
Las visitas fruncían la
nariz un poquito, un rato, pero nadie parecía querer mencionar el detalle. Unos amigos que fueron a cenar una noche
mantuvieron una firme cara de asco pese a lo delicioso de los platos y lo
suculento del postre, que apenas probaron.
Sí, los invitados no hacían más que confirmar el olor con sus actitudes,
pero nadie decía palabra. Eso molestaba
más que dedicarle al asunto toda una noche de conversación y debates.
Un día, al abrir la puerta,
se dio que cuenta de que así y sólo así entraba el olor. Eran como oleadas incontenibles que
penetraban con una fuerza de tifón. Si
no abriera más la puerta, entonces, y asegurara bien las ventanas, el olor de
adentro terminaría por ser eliminado y ya no entraría una nueva oleada, porque
él por cierto estaba dispuesto a impedirlo.
Puso tantas trabas en todas
las aberturas de la casa, que ni pizca de aire nuevo podía entrar ya. Consultó con especialistas primero, en caso
de que la decisión terminara resultando dañina para su salud. Pero le explicaron con lujo de detalles que
el aire de la casa podría renovarse automáticamente con “la adquisición de un
renovador artificial de aire, que purifica el ambiente y neutraliza los olores. Ahora sí: no se le ocurra abrir más la puerta
en su vida, a menos en caso de gran emergencia, en cuya eventualidad el
renovador puede volver a conectarse automáticamente, pero toma tiempo para
ponerse en funcionamiento otra vez, así que ojo”.
Averiguaba todo por
teléfono: ya no quería ni pensar en abrir la puerta. Era cierto que, al pasar a los interiores de
la vivienda alejados de la entrada, bien pronto se alejaba del círculo de
dominación odorífera. Pero hasta que
llegaba el momento de cruzar ese límite invisible, era invadido por sensaciones
nauseabundas que cada vez se le hacían más difíciles de soportar sin
arcadas.
Con todas las opciones
prolijamente apuntadas en una hoja frente a él, le vinieron a la memoria otros
personajes con igual suerte que el hombre víctima del olor a cebollas: eran
personajes superados por circunstancias que al lector le parecían
evitables. En la perspectiva interna del
libro, sin embargo, no parecía surgir solución viable que condujera a los
personajes a una salida concreta. Todos
se dejaban abrumar por situaciones casi mágicas que se les hacían
insuperables. ¿Por qué convertirse él
también en un personaje sufrido, en un ser arrinconado por un estado de cosas
en el que una decisión simple bastaría para salir del atolladero?
Qué purificadores de aire ni
qué miércoles. A olvidarse del realismo
mágico y otras soluciones literarias más propias de la pura ficción...
Tomó un par de decisiones
aburridas: vendió la casa y se mudó al centro, lejos de toda amenaza de
fábricas. Ah, y jamás volvió a probar el
vinagre en su vida.
Pensé que el tipo iba a morir encerrado en su casa, desquiciado, paranoico, oliendo a vinagre aunque la fábrica Huser se hubiese mudado meses atrás. Pero bueno, yo lo hubiese hecho así, que estoy loco...
ResponderEliminarBesos!!
PD. Cuando iba a hacer gimnasia a Ferro, había un olor nauseabundo que venía de la fábrica de harina Morixe. Era terrible. No se podía respirar.