martes, 24 de mayo de 2011

DE REALISMO MÁGICO CON OLOR A VINAGRE, Cuento, por Viviana Claudia Giménez®



DE REALISMO MÁGICO CON OLOR A VINAGRE
Cuento, por Viviana Claudia Giménez®


Cuando fue a ver la casa lo sintió, a ese olor a vinagre.  Le trajo a la memoria ese ingrediente infaltable en las ensaladas de su madre, y también la solución casera para librarse de las liendres o parar sangradas de nariz.  “Olor a piojos”, pensó.  Y cuando se animó a preguntar de dónde venía, le dijeron, como al pasar: “Ah, es que la fábrica de vinagre Huser está a una cuadra.  Le muestro el cuarto de baño”.  Fin de la discusión.
Tal vez fuese sólo un mero detalle, y así quiso verlo al repasar la casa mentalmente esa noche y los días que le siguieron, mientras trataba de decidirse.  Había visto muchos lugares en estos últimos meses, y esta casa en particular era sin duda la que más armonizaba con su idea de sitio perfecto.  Sólo que en los sueños, el detalle odorífero no cuenta.
Luego de tomarse unos días para considerar el asunto con tranquilidad y sin presión alguna, decidió que el olor era lo de menos.  El intento de autoconvencimiento era continuo: “Después de un tiempo ni siquiera voy a sentirlo más; va a ser como si me quedara sordo de la nariz.  ¿O no les pasa a los que viven cerca de riachos estancados, basurales o cualquier otro lugar con olores mucho más nauseabundos que éste?  Ya dicen que uno se acostumbra a lo que sea...Y no es un mal olor, al fin y al cabo...No es para las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, pero ofensivo, lo que se dice ofensivo, no es...Es peculiar, extraño, causa un cosquilleo en la nariz, si se quiere...”
La decisión la demoró un libro que estaba leyendo justo en esos días.  En él, un hombre termina suicidándose por “el olor a cebollas”.  Nadie puede sentirlo, sólo él, y la desesperación lo conduce sin remedio a la muerte.  “Ridículo”, pensó.  Pero la duda ya estaba instalada...
Igual, tiró el libro con desprecio y terminó llamando a la inmobiliaria.  Les comunicó, con aplomo y seguridad en su voz, su decisión de comprar la casa.  Ni él hizo referencia alguna al olor a vinagre, ni ellos tampoco.
¿A cuánto tiempo de estar en el ambiente del olor se acostumbra uno a él?  ¿Se puede morir, realmente, a consecuencia de un olor insoportable?  Ni idea, debía haber preguntado al menos a alguien antes de mudarse, para saber qué esperar.  Aunque a lo mejor una respuesta científica lo hubiera predispuesto mal, y era preferible dejar actuar a la naturaleza por sí sola.  Seguramente él dejaría de pensar en el asunto sin siquiera darse cuenta.
¿Pero cuándo?  Pasaron meses, y no se animaba a admitir ni siquiera ante el espejo que ese olor no sólo no había desaparecido, sino que hasta parecía haberse intensificado.  “Eso es imposible”, reflexionó, “¿cómo voy a estar yendo al revés de las leyes de toda lógica?”
Las visitas fruncían la nariz un poquito, un rato, pero nadie parecía querer mencionar el detalle.  Unos amigos que fueron a cenar una noche mantuvieron una firme cara de asco pese a lo delicioso de los platos y lo suculento del postre, que apenas probaron.  Sí, los invitados no hacían más que confirmar el olor con sus actitudes, pero nadie decía palabra.  Eso molestaba más que dedicarle al asunto toda una noche de conversación y debates.
Un día, al abrir la puerta, se dio que cuenta de que así y sólo así entraba el olor.  Eran como oleadas incontenibles que penetraban con una fuerza de tifón.  Si no abriera más la puerta, entonces, y asegurara bien las ventanas, el olor de adentro terminaría por ser eliminado y ya no entraría una nueva oleada, porque él por cierto estaba dispuesto a impedirlo.
Puso tantas trabas en todas las aberturas de la casa, que ni pizca de aire nuevo podía entrar ya.  Consultó con especialistas primero, en caso de que la decisión terminara resultando dañina para su salud.  Pero le explicaron con lujo de detalles que el aire de la casa podría renovarse automáticamente con “la adquisición de un renovador artificial de aire, que purifica el ambiente y neutraliza los olores.  Ahora sí: no se le ocurra abrir más la puerta en su vida, a menos en caso de gran emergencia, en cuya eventualidad el renovador puede volver a conectarse automáticamente, pero toma tiempo para ponerse en funcionamiento otra vez, así que ojo”.
Averiguaba todo por teléfono: ya no quería ni pensar en abrir la puerta.  Era cierto que, al pasar a los interiores de la vivienda alejados de la entrada, bien pronto se alejaba del círculo de dominación odorífera.  Pero hasta que llegaba el momento de cruzar ese límite invisible, era invadido por sensaciones nauseabundas que cada vez se le hacían más difíciles de soportar sin arcadas. 
Con todas las opciones prolijamente apuntadas en una hoja frente a él, le vinieron a la memoria otros personajes con igual suerte que el hombre víctima del olor a cebollas: eran personajes superados por circunstancias que al lector le parecían evitables.  En la perspectiva interna del libro, sin embargo, no parecía surgir solución viable que condujera a los personajes a una salida concreta.  Todos se dejaban abrumar por situaciones casi mágicas que se les hacían insuperables.  ¿Por qué convertirse él también en un personaje sufrido, en un ser arrinconado por un estado de cosas en el que una decisión simple bastaría para salir del atolladero? 
Qué purificadores de aire ni qué miércoles.  A olvidarse del realismo mágico y otras soluciones literarias más propias de la pura ficción...
Tomó un par de decisiones aburridas: vendió la casa y se mudó al centro, lejos de toda amenaza de fábricas.  Ah, y jamás volvió a probar el vinagre en su vida.

1 comentario:

  1. Pensé que el tipo iba a morir encerrado en su casa, desquiciado, paranoico, oliendo a vinagre aunque la fábrica Huser se hubiese mudado meses atrás. Pero bueno, yo lo hubiese hecho así, que estoy loco...

    Besos!!

    PD. Cuando iba a hacer gimnasia a Ferro, había un olor nauseabundo que venía de la fábrica de harina Morixe. Era terrible. No se podía respirar.

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