martes, 29 de marzo de 2011

CUENTOS QUE LA GENTE CUENTA, cuento, por Viviana Claudia Giménez®



Cuentos que la gente cuenta

por Viviana Claudia Giménez®



Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma.  Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos.
Jorge Luis Borges, “El otro” (El libro de arena)


            Regresó por fin, después de siete años, y el primer alto en el nuevo camino fue el bulo. Casi sin analizarlo demasiado eligió ese lugar para empezar un viaje al revés: un rincón de malos recuerdos, pero que era parte de su pasado, muy a su pesar. También, un sitio de buenas memorias: toda esa juventud que ahora se le antojaba ida, marchita, olvidada en algún sitio esquivo de la memoria.
            No fue fácil reconocer cada detalle dejado después de tan presuroso raje.  Para sobrevivir allá, tan lejos, se había esforzado por hacer borrón y cuenta nueva.  Ahora, todo significaba un nuevo desafío. El reacostumbramiento que empezaría hoy le recordaba a aquella adaptación de inmigrante que una vez se vio obligado a ser. Era un reto despertar en su memoria los detalles mínimos (¿cuál es la llave de abajo, cuál la de arriba?); desafío que sería sólo el primero de una larga lista que pronto se le iba a presentar.   Una vez en el departamento, le volvió la imagen última antes de partir: un caos total, mensaje no tan en clave en esos días.  “¿Por qué no llamaste a la policía?”, le diría su primera noviecita gringa, con ese mismo tono con que te dicen “¿Por qué no pedimos pizza esta noche?”  Se había resistido a tener que explicarle ciertas obviedades que en otras culturas no lo son tanto.
            Por esa imagen  clavada tercamente en la memoria cual molesto callo es que ahora se le hacía cuento de hadas ver el mismo departamento en tan buen estado.  Sus manos se deslizaron por los libros de la biblioteca, como en un intento por aprehender sus contenidos olvidados.  Acarició uno a uno los discos sobre el combinado, adivinando melodías ya antiguas.  Las fotos que le sonreían o hacían muecas desde los portarretratos de diversos estilos parecían de otra historia, no de la suya, tal vez de alguna vida anterior o de un pasado tan añejo que ya no le pertenecía.  Y claro, se veía en este milagro la mano de mamá; ella había devuelto al departamento su estado decente: mamá conservaba así la esperanza de resucitarlo. El Pablito aquel había muerto, ahora había un Paul gringo que hablaba castellano con acento.  Sólo un conjuro materno podía traer de vuelta al mismo Pablo aquel. Y  mamá hasta había continuado pagando las cuentas que explicaban la llamada de ahora.
            -¿Hola?- respondió Pablo con voz insegura, dudando primero ante la tentación de contestar en algún otro idioma, inglés o francés habían sido caballitos de batalla a los que jamás pudo acostumbrarse del todo.  En la inseguridad del ¿hola? también había huellas de miedo viejo, del tiempo en que las llamadas inesperadas entre esas paredes no significaban precisamente una alegría; y  también la confusión de pensar, ¿quién puede llamar acá?
            - Pablo Fuentes, ¿verdad? - respondía un firme tono familiar de hombre.
            - Sí, sí, ¿quién es?
            - Soy el que vivió tu vida durante estos siete años que estuviste afuera.
            -¿Qué dice? - preguntó Pablo  con risitas nerviosas.
            - Te tiene que interesar enterarte un poco qué fue de tu vida durante estos años de ausencia.  Cuando quieras nos encontramos y te pongo al tanto.
            Y cortó.  Quienquiera que fuera, cortó.  ¿Qué broma era esta?  ¿Qué nueva amenaza?  ¿Es que vuelven los viejos tiempos?  ¿Nada ha cambiado?  ¡Bien le decían algunos amigos, esperá a volver, no te apures, los cambios nunca se dan de la noche a la mañana, yo que vos...!  Pero había podido más la impaciencia, la nostalgia y una estúpida esperanza de cambio.  ¿Qué era esta llamada? ¿Olvidarla?  Ojalá, qué fácil se dice.
            Mientras su mente trataba de entender algo, el teléfono volvió a sonar.   Pronto la familiar y a la vez olvidada voz de mujer lo rescató de ese principio de terror.
            - Marta, che, ¿Qué hacés?  ¡No podía creer cuando me lo contaron! ¿Cuándo llegaste?
            - ¡Marta! ¡No lo puedo creer!  Me dejás sin habla, mirá...
            - Dale, no exagerés...¿Cuándo llegaste? Me dijeron que ayer, pero como no contestabas...pensé que me estarían cargando.
            - ¿Tan increíble te parecía? ¡Viste, los fantasmas existen, después de todo! Llegué hoy a la mañana.  Vine directo para acá, qué me decís, todavía ni fui a ver a los viejos.  Pero, escuchame, ¿te parece que está como para ir a hacer un asadito a...?
            -Loco, ¡no hablés más en clave que me hacés acordar a los viejos tiempos! ¿Qué te pasa? Es una broma, espero...Che, ni en joda me lo digas, claro que se puede hablar por teléfono, ¿qué tenés?
            Y sí, todavía lo seguía paralizando algo inexplicable, mejor encontrarse con Marta y hablar luego, ¿eh?
            - Está bien - dijo Marta -, en el bar de siempre, ¿qué te parece?  A las siete, ¿dale?
            -OK.  Nos vemos, y... - temía no recordar cómo llegar al bar “de siempre”, pero también mencionar el nombre por teléfono.  Y de repente, otra cosa.
            - ¿Qué?
            - Perdoname.
            - ¿Por lo de recién . . . o por lo de hace siete años?
            - Nos vemos en el bar.  Hasta las siete.
            Ya habría tiempo para hablar del tema, de ese y otros.  Ahora urgía ver a los viejos y al resto de la parentela, antes de que la histeria reinara en la familia por semejante atraso.  ¿Cómo explicarles que primero tenía que volver a la casa donde quedó esa parte de él, esa que ahora después de siete años lo estaba reclamando por teléfono?  Y no sólo Marta quería ponerse al tanto con él; esa otra llamada...
            A la vieja no la encontró tan cambiada porque ella viajó seguido a verlo, pero a los demás parecía que la topadora les hubiese pasado sin lástima por encima.  El viejo, la tía Irma, el tío Nicola, la nonna, la bobe...todos estaban irreconocibles.  El sufrimiento, dijeron, como tratando de disculparse por la mirada de sorpresa sin disimulos en los ojos de Pablo.
            Todo era otra cosa.  Otra vida, no la que había dejado.  Creía que le habían robado siete años y ahora se daba cuenta de que en realidad le debían la vida entera.  Porque esto de ahora eran pedacitos de vida, menudencias comparado con lo que creyó encontraría.  Con lo que creyó una vez hubiera sido su vida de haberse quedado a inventar otro país.
            Para intentar poner el rompecabezas en algún orden lógico, le empezó a urgir que se hiciera la hora de la cita con Marta, única persona en quien siempre había confiado ciegamente, en quien podría una vez más descargar sus dudas y miedos de hoy.
            Y allí estaba ahora otra vez, con el pucho eterno en esos dedos como hechos para sostener un cigarrillo, sentada a la mesa frente a la ventana, mirando llover, con una mano sosteniendo la cabeza pensativa.  Marta, “su” Marta.
            - ¿Qué hacés, loco?  ¡Qué increíble!  ¿Sabés que estás igual? ¡Pero de verdad, te lo digo, igualito...igualito a tu viejo!
            Esas burlas de Marta.  Antes se enojaba por los chistes crudos que sólo le hacían gracia a ella, y a veces ni eso, porque mientras hablaba así se quedaba seria, seria como perro en bote, decía ella.
            - Y vos...a ver...dejame mirarte.  El pelo, de otro color. ¿Que es esto, rojizo? Sí, como más rojizo, ¿no? El peinado también lo cambiaste, ahora estás más señora formal, no estudiante jiponga de Filosofía y Letras.  Y el cuerpito...Cuando te parés date vuelta que te quiero ver todita...-.  Marta se levantó y dio una vueltita, coqueteando con la mirada -.  ¡Guau! ¡Hasta mejor que antes, si antes tenías que pasar dos veces para hacer una sola sombra! Que querés que te diga, los años te sientan bien.
            Los primeros minutos se fueron en charla que trataba de eludir la otra charla, la de verdad, aquella en la que saldrían a relucir cosas en serio: cuentas pendientes por estos años de ausencia y silencios, recuerdos de los últimos momentos compartidos.
            -¿Qué me querías decir por teléfono?  ¿Qué es eso que tanto te preocupa?
            - ¿Decir? No, nada...
            - Vamos, que somos pocos...
            - Bué, mirá, con vos, la verdad, no tengo miedo de hablar y parecer un loco.  Sos la única persona que me entendería, en vos puedo confiar.  Además,...cuando escuché lo que ahora voy a contarte, tuve un eco de algo así...como si hubiera sabido de algo similar...por vos.
            Contó todo acerca de la llamada, sin censuras: habló de sus emociones, sus fantasmas, sus figuraciones.  Ella no se rió; como casi siempre cuando se le hablaba.  Era la escucha perfecta.  Ni siquiera parecía pestañear cuando ponía toda su atención.  Prendió otro cigarrillo, y dijo así:
            -Claro que te suena el caso.  Yo te conté historias parecidas.  Te conté de cómo a veces ha pasado eso en algunas guerras.  Un tipo se va durante meses, años, y después de todas las que pasó, vuelve, y se encuentra con que otro estuvo viviendo su vida durante todo ese tiempo.  “Otro” es una forma de decir.  Es en realidad como una parte de él que no pudo irse, que se resistió al exilio, a la guerra, al éxodo, lo que fuera; a la muerte, inclusive. Y es ese “alter ego” el que sigue en su lugar.  Y otros lo ven a veces, y piensan que vos todavía estás acá.  Pero nunca se puede probar totalmente.  Por ejemplo, tu  vieja no lo habrá visto, seguro, no la gente que te conoce mucho, que estaba con vos todos los días. Pero puede ser que lo haya visto, no sé, algún compañero de secundaria, o que un ex-alumno lo haya cruzado por alguna calle muy concurrida...Es como una visión, un instante, ¿me entendés?
            -Trato, pero qué querés, me resulta un poco difícil...- carraspeó.  Yo sabía que vos ibas a saber de qué se trataba todo esto.  Entonces, es casi normal lo que me pasó, ¿no?
            Marta dudaba.  La apuró:
            -Decime, ¿es normal, entonces?  Le ha pasado a otra gente, me decías, ¿no?
            Parecía estar tratando de encontrar las palabras justas para no alarmarlo.
            -Lo que me extraña de lo que contás es que...normalmente, (digamos, lo que puede ser “normal” dentro de algo tan singular como esto), ese “otro vos” que anda por ahí suplantándote,..ese “alter ego” o como corno lo llames...desaparece si vos volvés.  Chau, se disuelve, se desvanece, adiós.
            Pablo la miró impaciente, las manos le temblaban en el pocillo de café, aunque cambiara de posición, nervioso, para disimular su falta de control.
            -O sea que eso de que el tipo te llame cuando vos volvés y te diga, hola, aquí estoy, qué tal un café juntos, toda esa onda...eso ya es rarito, ¿no?
            Marta lo miró con preocupación.
            -Yo creo que sí.
Y vino la pregunta que temía y a su vez no quería esperar de ella:
            -Decime, Pablito, ¿estás seguro de esa llamada? Digo...por ahí te obsesionaste con estas historietas que te conté y...qué sé yo...te lo imaginaste, ¿no?
            -Marta - respondió, lleno de bronca -, ¿cuándo fue que me contaste esto? ¿Hace ocho, nueve años? Yo ni me acordaba hasta que recibí esta llamada,,,¿Qué me está queriendo decir? ¿Que la vuelta me puso del mate? ¿Eh?
            Ella no se atrevió a sostenerle la mirada.  Siguió jugando con el azúcar desparramada sobre el mantel, y le preguntó:
            - ¿Todo lo que pasó hace ocho o nueve años se te olvidó?
            Volvió a la casa con sentimientos encontrados.  Por un lado, estaba todo el lado romántico de la cita que se le había escapado revivir.  Por el otro, había crecido un temor que le impedía volver a la casa con tranquilidad.  Si sonaba el teléfono otra vez, ¿qué hacer?
            Y sonó varias veces esa noche, pero no era “la voz”, sino viejos amigos, parientes, y también esos otros de siempre, que fingían preocuparse por su destino de ahora.  La cama lo recibió exhausto.
            Yo sé que este asunto te intranquiliza, Pablo, qué le vas a hacer.  Las historias que te contaron se te hicieron realidad, ¿y ahora, qué?  ¿Cómo vas a enfrentarte conmigo cuando vuelva a llamarte...o lo que seguro te sonará peor...qué pasaría si te topás conmigo en alguna esquina? ¿Lo resistiría tu coranzoncito? Pasó tantas, ése, que una más...qué puede hacerle.  Pero eso no es “una más”, ¿no?  Es casi una de fantasmas...con la diferencia de que estoy  tan vivito como vos.  ¿Que por qué no me borré como hicieron otros en los casos que te contaron? Y, caprichos que uno tiene, ¿viste? Te la vas a tener que bancar piola, Pablín...
            Se despertó a los gritos, sofocado, con la transpiración engrasándole la cara, con la sábana hecha un bollo.  Le tomó unos segundos tomar conciencia de que había soñado esa voz, pero a la tranquilidad efímera le siguió otra pesadilla: la de encontrarse despierto y saber que las palabras podían ser sueño, pero “la voz”  era una realidad que en cualquier momento podía aparecérsele y amenazarlo  nuevamente con llevarlo a la desesperación.
            -¿Pero qué es esto? - se dijo en voz alta, ya más despierto y sintiendo entonces la ridiculez del miedo que causa un sueño.  De la heladera una botella de cerveza le ofrecía un cierto alivio.         
            - Pero, ¿qué invento es éste? No puede ser, esta Marta otra vez me vendió un buzón y yo se lo compré como un idiota, en cómodas cuotas...Y que hubo casos así, me dice, en las guerras (¿qué guerras? ¿por qué no es más específica?)...Como en los cuentos esos, en que te dicen, ¿vos sabés lo que le pasó a un amigo mío? (pero nunca te dicen el nombre, o más bien dicen, “le pasó a un amigo de un amigo mío”), y ahí viene el bolazo, y después te cuenta otro la misma historieta como si le hubiera pasado “a un amigo”, otra vez,...¿pero a quién se lo hacen tragar?, ¡por favor!
            El teléfono interrumpió el soliloquio y logró que el vaso de cerveza se estrellara en el piso; así nomás.  Las manos de Pablo seguían temblando; no importaba tanto ahora, no tenía que mostrar sangre fría ante nadie; pero esas manos tembleques no atinaban a levantar el auricular.
            -Soy yo...perdoname.
            Suspiró aliviado.
            -Marta, ¿qué pasa, no es tarde?
            -Sí, pero como te corté, disculpame, no iba en serio lo que te decía, sólo que...
            -Marta, ¿qué estás diciendo?
            El silencio del otro lado hizo que el miedo rebotara en la  voz de Marta y volviera hacia él como un bumerang despiadado.
            - ¿Querés decir...que no fuiste vos el que me llamó recién? Entonces...¿entonces era el otro, nomás!
            -Por favor, Marta, explicate, que no entiendo nada...cada vez entiendo menos.
            -Está bien.  Hace cosa de diez minutos, “Pablo” llamó a casa.  Estuvimos hablando por un rato, yo empecé a revolver el pasado y te...es decir, “le” dije cosas que...te enojarían, y resulta que en realidad yo terminé enojándome, y corté.  Ahora quería seguir hablando con vos, después de pedirte disculpas.
            - ¿Podés decirme qué te dijo?
            - No demasiado, en realidad, yo fui la que más hablé...pero nunca antes había hablado con él...creo.  Hoy a las siete me encontré con vos, ¿sí?
            -Sí...creo, porque ya no sé ni quién soy yo.
            -Esto es rarísimo, Pablo, pero te digo que hablar con él fue como hablar con vos: la misma voz, las misma palabras, no trastabilló ni un momento cuando le hablé del pasado...
            Ahora fue él quien le cortó a Marta.  Mañana le mentiría, “se cortó la comunicación y después por más que intenté no pude comunicarme, qué cosa con estos telféonos argentinos, no cambian más”.  Y a descolgar el tubo ahora.  No soportaba más esa historia de fantasmas.  ¿Es que la muy desgraciada le estaría jugando una broma pesada?  ¿O sería una venganza por el plantón que le hizo antes de irse?  ¡Si no fue su deseo tampoco, ella tendría que comprenderlo! Había que rajar,...rápido, no había tiempo ni para pasar un sólo mensaje más, siquiera de despedida.  “No me importa correr riesgos por vos”, había dicho Marta tantas veces.  Así y todo, una cosa era la promesa romántica en la cama, muy otra jugarse de verdad.  Ojalá Marta entendiera alguna vez que por su bien lo había hecho, en realidad, ¿qué futuro habría tenido a su lado, de todos modos? ¿Qué vida, con un exiliado-alma-en-pena arrastrando su cuerpo de país en país?
            Fantasmas o no, necesitó una buena dosis de Valium para conciliar el sueño nuevamente.  Y pensó en cualquier cosa antes de dormirse, Caperucita Roja y el Lobo, los Siete Enanitos, con tal de no obsesionarse con la voz y llevarla así a sus sueños.  ¿Pero qué Caperucita Roja ni qué Blancanieves, si hasta la aparente inocencia de esos cuentitos estaba cargada de una ideología contra la que él había luchado tanto...! Ahora estaba cansado; de luchar, de estar despierto.  El sueño vino pronto y fue una pantalla en blanco hasta las diez de la mañana.
            Cuando despertó, hizo un esfuerzo supremo para ver si podía pensar con más tranquilidad.  ¿Qué importancia podía tener para él que un fantasmita revoloteara por ahí usurpando su lugar mientras él no estaba?  Ninguna, jamás se habría enterado tampoco.  Pero había dos cosas que no coincidían con la inocente historieta de fantasmas de Marta: estos tipos solían desaparecer ante el regreso del “verdadero”; y la otra era que jamás se presentaban tan abiertamente ante conocidos del personaje real.  Era obvio que Pablo se encontraba ante un fantasmita atípico, y eso no le causaba lo que se dice gracia.  Por el momento, no quedaba nada por hacer sino devanarse los sesos; por más que indagara acerca de las historias conocidas, evidentemente esta se diferenciaba de todas.  Sólo restaba esperar y ver cuáles serían los próximos pasos a dar de la extraña aparición, la que por el momento no era siquiera tal, en realidad, sino sólo una voz.  Pablo, por su parte, no estaba particularmente ansioso por ver la corporización del fantasma, ni por hurgar más en el asunto. Y las ansias de distraerse no hacían sino multiplicar estos pensamientos que no le dejaban de dar vueltas por la cabeza.
            Las llamadas del “fulano” se hicieron frecuentes a la semana y algo de su llegada; Pablo ya no se sinceraba ni con Marta; las cosas habían llegado demasiado lejos.  Al principio, todo estaba enmarcado por el misterio, el miedo y hasta toques de humor que le permitían convivir con la singular historia.  Pronto, sin embargo, a medida que las llamadas aumentaron hasta hacerse cotidianas, el tono de los diáogos con “a voz” fue cambiando hasta hacerse personal; una cierta circunspección en el rostro de Pablo lo alejó de los pocos amigos, de la familia entremetida, y los diálogos con este-quién-fuera se convirtieron en charlas con el analista que nunca había tenido.  Eran un volcarse a sí mismo, aunque con la constante duda acerca de los límites del juego, la fantasía y la cordura.  Así, el personaje del teléfono le fue contando cosas que sólo él mismo podía saber.  Perspectivas que sólo Pablo podría haber tenido sobre acontecimientos que habían ocurrido con posterioridad a su partida.  Pensamientos que él todavía no se había confesado a sí mismo.  Planes para el futuro que estaba a punto de hacer.
            Hasta que una mañana Pablo se despertó sólo para atinar a darse cuenta de que estaba del otro lado.  Se vio a sí mismo respondiendo preguntas en lugar de formulándolas, se sintió el director de una situación que hasta entonces lo había atemorizado.  Decidió cuál sería el final - o el próximo paso - para los dos.
            Para el resto de la gente, Pablo terminó en el loquero.  Pobrecito, algo debe de haberle pasado al volver, no lo pudo resistir.  Ya no hablaba con nadie, y eso a ninguno puede hacerle bien, ¿no?, comentó la madre. Marta, mirando con cauta distancia la situación, se vio como la única con la respuesta, y vivió la culpa del que no actúa a tiempo.  Quiso decirle, mientras lo veía babeando en la sala de visitas, ¿y si hubieran sido cosas mías?, no creas en todo lo que te conté, tal vez lo leí en un libro, ¿o lo vi en una película, o por la tele?, cómo pudiste tomártelo tan en serio, ¿no me conocés todavía?
            Pero desde afuera, un Pablo sonreía.  El que no había entrado al hospital.  El que pudo manejar la historia.  Cabe la duda cuál de los dos sería.  Pero se mezcló en las multitudes y de vez en cuando un viejo compañero de la secundaria, un ex-alumno, algún vecino, cree encontrarse con alguien de su pasado.  Después de detenerse un segundo en una calle donde multitudes lo atropellan, piensa, sonríe, y dice no, creo que ése estaba en la lista de los que no volvieron más.  Debe ser otro. 
             

Publicado bajo el nombre de “¿Historias de Marta?”, con algunos cambios, en Confluencia, University of Northern Colorado, Greeley, Colorado, EEUU, Número de Primavera, 1993.

           
o de la memoria . . .
           

Publicado bajo el nombre de “¿Historias de Marta?”, con algunos cambios, en Confluencia, University of Northern Colorado, Greeley, Colorado, EEUU, Número de Primavera, 1993.

           

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