Cuentos que la gente cuenta
Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se
encuentre consigo misma. Es lo que nos
está pasando ahora, salvo que somos dos.
Jorge Luis Borges, “El otro” (El libro de arena)
Regresó por
fin, después de siete años, y el primer alto en el nuevo camino fue el bulo.
Casi sin analizarlo demasiado eligió ese lugar para empezar un viaje al revés:
un rincón de malos recuerdos, pero que era parte de su pasado, muy a su pesar.
También, un sitio de buenas memorias: toda esa juventud que ahora se le
antojaba ida, marchita, olvidada en algún sitio esquivo de la memoria.
No fue fácil
reconocer cada detalle dejado después de tan presuroso raje. Para sobrevivir allá, tan lejos, se había
esforzado por hacer borrón y cuenta nueva.
Ahora, todo significaba un nuevo desafío. El reacostumbramiento que
empezaría hoy le recordaba a aquella adaptación de inmigrante que una vez se
vio obligado a ser. Era un reto despertar en su memoria los detalles mínimos
(¿cuál es la llave de abajo, cuál la de arriba?); desafío que sería sólo el
primero de una larga lista que pronto se le iba a presentar. Una vez en el departamento, le volvió la
imagen última antes de partir: un caos total, mensaje no tan en clave en esos
días. “¿Por qué no llamaste a la
policía?”, le diría su primera noviecita gringa, con ese mismo tono con que te
dicen “¿Por qué no pedimos pizza esta noche?”
Se había resistido a tener que explicarle ciertas obviedades que en
otras culturas no lo son tanto.
Por esa
imagen clavada tercamente en la memoria
cual molesto callo es que ahora se le hacía cuento de hadas ver el mismo
departamento en tan buen estado. Sus
manos se deslizaron por los libros de la biblioteca, como en un intento por
aprehender sus contenidos olvidados.
Acarició uno a uno los discos sobre el combinado, adivinando melodías ya
antiguas. Las fotos que le sonreían o
hacían muecas desde los portarretratos de diversos estilos parecían de otra
historia, no de la suya, tal vez de alguna vida anterior o de un pasado tan
añejo que ya no le pertenecía. Y claro,
se veía en este milagro la mano de mamá; ella había devuelto al departamento su
estado decente: mamá conservaba así la esperanza de resucitarlo. El Pablito aquel
había muerto, ahora había un Paul gringo que hablaba castellano con
acento. Sólo un conjuro materno podía
traer de vuelta al mismo Pablo aquel. Y
mamá hasta había continuado pagando las cuentas que explicaban la
llamada de ahora.
-¿Hola?-
respondió Pablo con voz insegura, dudando primero ante la tentación de
contestar en algún otro idioma, inglés o francés habían sido caballitos de
batalla a los que jamás pudo acostumbrarse del todo. En la inseguridad del ¿hola? también había
huellas de miedo viejo, del tiempo en que las llamadas inesperadas entre esas
paredes no significaban precisamente una alegría; y también la confusión de pensar, ¿quién puede
llamar acá?
- Pablo
Fuentes, ¿verdad? - respondía un firme tono familiar de hombre.
- Sí, sí, ¿quién
es?
- Soy el que
vivió tu vida durante estos siete años que estuviste afuera.
-¿Qué dice? -
preguntó Pablo con risitas nerviosas.
- Te tiene que
interesar enterarte un poco qué fue de tu vida durante estos años de
ausencia. Cuando quieras nos encontramos
y te pongo al tanto.
Y cortó. Quienquiera que fuera, cortó. ¿Qué broma era esta? ¿Qué nueva amenaza? ¿Es que vuelven los viejos tiempos? ¿Nada ha cambiado? ¡Bien le decían algunos amigos, esperá a
volver, no te apures, los cambios nunca se dan de la noche a la mañana, yo que
vos...! Pero había podido más la impaciencia,
la nostalgia y una estúpida esperanza de cambio. ¿Qué era esta llamada? ¿Olvidarla? Ojalá, qué fácil se dice.
Mientras su
mente trataba de entender algo, el teléfono volvió a sonar. Pronto la familiar y a la vez olvidada voz
de mujer lo rescató de ese principio de terror.
- Marta, che, ¿Qué
hacés? ¡No podía creer cuando me lo
contaron! ¿Cuándo llegaste?
- ¡Marta! ¡No
lo puedo creer! Me dejás sin habla, mirá...
-
Dale, no exagerés...¿Cuándo llegaste? Me dijeron que ayer, pero como no
contestabas...pensé que me estarían cargando.
- ¿Tan
increíble te parecía? ¡Viste, los fantasmas existen, después de todo! Llegué
hoy a la mañana. Vine directo para acá,
qué me decís, todavía ni fui a ver a los viejos. Pero, escuchame, ¿te parece que está como para
ir a hacer un asadito a...?
-Loco, ¡no hablés
más en clave que me hacés acordar a los viejos tiempos! ¿Qué te pasa? Es una
broma, espero...Che, ni en joda me lo digas, claro que se puede hablar por teléfono,
¿qué tenés?
Y sí, todavía
lo seguía paralizando algo inexplicable, mejor encontrarse con Marta y hablar
luego, ¿eh?
- Está bien -
dijo Marta -, en el bar de siempre, ¿qué te parece? A las siete, ¿dale?
-OK. Nos vemos, y... - temía no recordar cómo
llegar al bar “de siempre”, pero también mencionar el nombre por teléfono. Y de repente, otra cosa.
- ¿Qué?
- Perdoname.
- ¿Por lo de
recién . . . o por lo de hace siete años?
- Nos vemos en
el bar. Hasta las siete.
Ya habría
tiempo para hablar del tema, de ese y otros.
Ahora urgía ver a los viejos y al resto de la parentela, antes de que la
histeria reinara en la familia por semejante atraso. ¿Cómo explicarles que primero tenía que
volver a la casa donde quedó esa parte de él, esa que ahora después de siete años
lo estaba reclamando por teléfono? Y no
sólo Marta quería ponerse al tanto con él; esa otra llamada...
A la vieja no
la encontró tan cambiada porque ella viajó seguido a verlo, pero a los demás
parecía que la topadora les hubiese pasado sin lástima por encima. El viejo, la tía Irma, el tío Nicola, la nonna,
la bobe...todos estaban irreconocibles.
El sufrimiento, dijeron, como tratando de disculparse por la mirada de
sorpresa sin disimulos en los ojos de Pablo.
Todo era otra cosa.
Otra vida, no la que había dejado. Creía que le habían robado siete años y ahora
se daba cuenta de que en realidad le debían la vida entera. Porque esto de ahora eran pedacitos de vida,
menudencias comparado con lo que creyó encontraría. Con lo que creyó una vez hubiera sido su vida
de haberse quedado a inventar otro país.
Para intentar
poner el rompecabezas en algún orden lógico, le empezó a urgir que se hiciera
la hora de la cita con Marta, única persona en quien siempre había confiado
ciegamente, en quien podría una vez más descargar sus dudas y miedos de hoy.
Y allí estaba
ahora otra vez, con el pucho eterno en esos dedos como hechos para sostener un
cigarrillo, sentada a la mesa frente a la ventana, mirando llover, con una mano
sosteniendo la cabeza pensativa. Marta,
“su” Marta.
- ¿Qué
hacés, loco? ¡Qué increíble! ¿Sabés que estás igual? ¡Pero de verdad, te
lo digo, igualito...igualito a tu viejo!
Esas burlas de
Marta. Antes se enojaba por los chistes
crudos que sólo le hacían gracia a ella, y a veces ni eso, porque mientras
hablaba así se quedaba seria, seria como perro en bote, decía ella.
- Y vos...a
ver...dejame mirarte. El pelo, de otro
color. ¿Que es esto, rojizo? Sí, como más rojizo, ¿no? El
peinado también lo cambiaste, ahora estás más señora formal, no estudiante
jiponga de Filosofía y Letras. Y el
cuerpito...Cuando te parés date vuelta que te quiero ver todita...-. Marta se levantó y dio una vueltita,
coqueteando con la mirada -. ¡Guau!
¡Hasta mejor que antes, si antes tenías que pasar dos veces para hacer una sola
sombra! Que querés que te diga, los años te sientan bien.
Los primeros
minutos se fueron en charla que trataba de eludir la otra charla, la de verdad,
aquella en la que saldrían a relucir cosas en serio: cuentas pendientes por
estos años de ausencia y silencios, recuerdos de los últimos momentos
compartidos.
-¿Qué me
querías decir por teléfono? ¿Qué es eso
que tanto te preocupa?
- ¿Decir? No,
nada...
- Vamos, que
somos pocos...
- Bué, mirá,
con vos, la verdad, no tengo miedo de hablar y parecer un loco. Sos la única persona que me entendería, en vos
puedo confiar. Además,...cuando escuché
lo que ahora voy a contarte, tuve un eco de algo así...como si hubiera sabido
de algo similar...por vos.
Contó todo
acerca de la llamada, sin censuras: habló de sus emociones, sus fantasmas, sus
figuraciones. Ella no se rió; como casi
siempre cuando se le hablaba. Era la
escucha perfecta. Ni siquiera parecía
pestañear cuando ponía toda su atención.
Prendió otro cigarrillo, y dijo así:
-Claro que te
suena el caso. Yo te conté historias
parecidas. Te conté de cómo a veces ha
pasado eso en algunas guerras. Un tipo
se va durante meses, años, y después de todas las que pasó, vuelve, y se
encuentra con que otro estuvo viviendo su vida durante todo ese tiempo. “Otro” es una forma de decir. Es en realidad como una parte de él que no
pudo irse, que se resistió al exilio, a la guerra, al éxodo, lo que fuera; a la
muerte, inclusive. Y es ese “alter ego” el que sigue en su lugar. Y otros lo ven a veces, y piensan que vos
todavía estás acá. Pero nunca se puede
probar totalmente. Por ejemplo, tu vieja no lo habrá visto, seguro, no la gente
que te conoce mucho, que estaba con vos todos los días. Pero puede ser que lo
haya visto, no sé, algún compañero de secundaria, o que un ex-alumno lo haya
cruzado por alguna calle muy concurrida...Es como una visión, un instante, ¿me
entendés?
-Trato, pero qué
querés, me resulta un poco difícil...- carraspeó. Yo sabía que vos ibas a saber de qué se
trataba todo esto. Entonces, es casi
normal lo que me pasó, ¿no?
Marta
dudaba. La apuró:
-Decime, ¿es
normal, entonces? Le ha pasado a otra
gente, me decías, ¿no?
Parecía estar
tratando de encontrar las palabras justas para no alarmarlo.
-Lo que me
extraña de lo que contás es que...normalmente, (digamos, lo que puede ser
“normal” dentro de algo tan singular como esto), ese “otro vos” que anda por
ahí suplantándote,..ese “alter ego” o como corno lo llames...desaparece si vos
volvés. Chau, se disuelve, se desvanece,
adiós.
Pablo la miró
impaciente, las manos le temblaban en el pocillo de café, aunque cambiara de
posición, nervioso, para disimular su falta de control.
-O sea que eso
de que el tipo te llame cuando vos volvés y te diga, hola, aquí estoy, qué tal
un café juntos, toda esa onda...eso ya es rarito, ¿no?
Marta lo miró
con preocupación.
-Yo creo que
sí.
Y vino la pregunta que temía y a su vez no quería esperar de
ella:
-Decime,
Pablito, ¿estás seguro de esa llamada? Digo...por ahí te obsesionaste con estas
historietas que te conté y...qué sé yo...te lo imaginaste, ¿no?
-Marta -
respondió, lleno de bronca -, ¿cuándo fue que me contaste esto? ¿Hace ocho,
nueve años? Yo ni me acordaba hasta que recibí esta llamada,,,¿Qué me está
queriendo decir? ¿Que la vuelta me puso del mate? ¿Eh?
Ella no se
atrevió a sostenerle la mirada. Siguió
jugando con el azúcar desparramada sobre el mantel, y le preguntó:
- ¿Todo lo que
pasó hace ocho o nueve años se te olvidó?
Volvió a la
casa con sentimientos encontrados. Por un
lado, estaba todo el lado romántico de la cita que se le había escapado
revivir. Por el otro, había crecido un
temor que le impedía volver a la casa con tranquilidad. Si sonaba el teléfono otra vez, ¿qué hacer?
Y sonó varias
veces esa noche, pero no era “la voz”, sino viejos amigos, parientes, y también
esos otros de siempre, que fingían preocuparse por su destino de ahora. La cama lo recibió exhausto.
Yo sé que este asunto te intranquiliza,
Pablo, qué le vas a hacer. Las historias
que te contaron se te hicieron realidad, ¿y ahora, qué? ¿Cómo vas a enfrentarte conmigo cuando vuelva
a llamarte...o lo que seguro te sonará peor...qué pasaría si te topás conmigo
en alguna esquina? ¿Lo resistiría tu coranzoncito? Pasó tantas, ése, que una
más...qué puede hacerle. Pero eso no es
“una más”, ¿no? Es casi una de
fantasmas...con la diferencia de que estoy
tan vivito como vos. ¿Que por qué
no me borré como hicieron otros en los casos que te contaron? Y, caprichos que
uno tiene, ¿viste? Te la vas a tener que bancar piola, Pablín...
Se despertó a
los gritos, sofocado, con la transpiración engrasándole la cara, con la sábana
hecha un bollo. Le tomó unos segundos
tomar conciencia de que había soñado esa voz, pero a la tranquilidad efímera le
siguió otra pesadilla: la de encontrarse despierto y saber que las palabras
podían ser sueño, pero “la voz” era una
realidad que en cualquier momento podía aparecérsele y amenazarlo nuevamente con llevarlo a la desesperación.
-¿Pero qué es
esto? - se dijo en voz alta, ya más despierto y sintiendo entonces la ridiculez
del miedo que causa un sueño. De la
heladera una botella de cerveza le ofrecía un cierto alivio.
- Pero, ¿qué
invento es éste? No puede ser, esta Marta otra vez me vendió un buzón y yo se
lo compré como un idiota, en cómodas cuotas...Y que hubo casos así, me dice, en
las guerras (¿qué guerras? ¿por qué no es más específica?)...Como en los cuentos
esos, en que te dicen, ¿vos sabés lo que le pasó a un amigo mío? (pero nunca te
dicen el nombre, o más bien dicen, “le pasó a un amigo de un amigo mío”), y ahí
viene el bolazo, y después te cuenta otro la misma historieta como si le
hubiera pasado “a un amigo”, otra vez,...¿pero a quién se lo hacen tragar?, ¡por
favor!
El teléfono
interrumpió el soliloquio y logró que el vaso de cerveza se estrellara en el
piso; así nomás. Las manos de Pablo
seguían temblando; no importaba tanto ahora, no tenía que mostrar sangre fría
ante nadie; pero esas manos tembleques no atinaban a levantar el auricular.
-Soy yo...perdoname.
Suspiró
aliviado.
-Marta, ¿qué
pasa, no es tarde?
-Sí, pero como
te corté, disculpame, no iba en serio lo que te decía, sólo que...
-Marta, ¿qué
estás diciendo?
El silencio del
otro lado hizo que el miedo rebotara en la
voz de Marta y volviera hacia él como un bumerang despiadado.
- ¿Querés
decir...que no fuiste vos el que me llamó recién? Entonces...¿entonces era el
otro, nomás!
-Por favor,
Marta, explicate, que no entiendo nada...cada vez entiendo menos.
-Está bien. Hace cosa de diez minutos, “Pablo” llamó a
casa. Estuvimos hablando por un rato, yo
empecé a revolver el pasado y te...es decir, “le” dije cosas que...te enojarían,
y resulta que en realidad yo terminé enojándome, y corté. Ahora quería seguir hablando con vos, después
de pedirte disculpas.
- ¿Podés
decirme qué te dijo?
- No demasiado,
en realidad, yo fui la que más hablé...pero nunca antes había hablado con él...creo. Hoy a las siete me encontré con vos, ¿sí?
-Sí...creo,
porque ya no sé ni quién soy yo.
-Esto es rarísimo,
Pablo, pero te digo que hablar con él fue como hablar con vos: la misma voz,
las misma palabras, no trastabilló ni un momento cuando le hablé del pasado...
Ahora fue él
quien le cortó a Marta. Mañana le
mentiría, “se cortó la comunicación y después por más que intenté no pude
comunicarme, qué cosa con estos telféonos argentinos, no cambian más”. Y a descolgar el tubo ahora. No soportaba más esa historia de
fantasmas. ¿Es que la muy desgraciada le
estaría jugando una broma pesada? ¿O sería
una venganza por el plantón que le hizo antes de irse? ¡Si no fue su deseo tampoco, ella tendría que
comprenderlo! Había que rajar,...rápido, no había tiempo ni para pasar un sólo
mensaje más, siquiera de despedida. “No
me importa correr riesgos por vos”, había dicho Marta tantas veces. Así y todo, una cosa era la promesa romántica
en la cama, muy otra jugarse de verdad.
Ojalá Marta entendiera alguna vez que por su bien lo había hecho, en
realidad, ¿qué futuro habría tenido a su lado, de todos modos? ¿Qué vida, con
un exiliado-alma-en-pena arrastrando su cuerpo de país en país?
Fantasmas o no,
necesitó una buena dosis de Valium para conciliar el sueño nuevamente. Y pensó en cualquier cosa antes de dormirse,
Caperucita Roja y el Lobo, los Siete Enanitos, con tal de no obsesionarse con
la voz y llevarla así a sus sueños. ¿Pero
qué Caperucita Roja ni qué Blancanieves, si hasta la aparente inocencia de esos
cuentitos estaba cargada de una ideología contra la que él había luchado
tanto...! Ahora estaba cansado; de luchar, de estar despierto. El sueño vino pronto y fue una pantalla en
blanco hasta las diez de la mañana.
Cuando despertó,
hizo un esfuerzo supremo para ver si podía pensar con más tranquilidad. ¿Qué importancia podía tener para él que un
fantasmita revoloteara por ahí usurpando su lugar mientras él no estaba? Ninguna, jamás se habría enterado
tampoco. Pero había dos cosas que no
coincidían con la inocente historieta de fantasmas de Marta: estos tipos solían
desaparecer ante el regreso del “verdadero”; y la otra era que jamás se
presentaban tan abiertamente ante conocidos del personaje real. Era obvio que Pablo se encontraba ante un
fantasmita atípico, y eso no le causaba lo que se dice gracia. Por el momento, no quedaba nada por hacer sino
devanarse los sesos; por más que indagara acerca de las historias conocidas,
evidentemente esta se diferenciaba de todas.
Sólo restaba esperar y ver cuáles serían los próximos pasos a dar de la
extraña aparición, la que por el momento no era siquiera tal, en realidad, sino
sólo una voz. Pablo, por su parte, no
estaba particularmente ansioso por ver la corporización del fantasma, ni por
hurgar más en el asunto. Y las ansias de distraerse no hacían sino multiplicar
estos pensamientos que no le dejaban de dar vueltas por la cabeza.
Las llamadas
del “fulano” se hicieron frecuentes a la semana y algo de su llegada; Pablo ya
no se sinceraba ni con Marta; las cosas habían llegado demasiado lejos. Al principio, todo estaba enmarcado por el
misterio, el miedo y hasta toques de humor que le permitían convivir con la
singular historia. Pronto, sin embargo,
a medida que las llamadas aumentaron hasta hacerse cotidianas, el tono de los
diáogos con “a voz” fue cambiando hasta hacerse personal; una cierta
circunspección en el rostro de Pablo lo alejó de los pocos amigos, de la
familia entremetida, y los diálogos con este-quién-fuera se convirtieron en
charlas con el analista que nunca había tenido.
Eran un volcarse a sí mismo, aunque con la constante duda acerca de los
límites del juego, la fantasía y la cordura.
Así, el personaje del teléfono le fue contando cosas que sólo él mismo
podía saber. Perspectivas que sólo Pablo
podría haber tenido sobre acontecimientos que habían ocurrido con posterioridad
a su partida. Pensamientos que él
todavía no se había confesado a sí mismo.
Planes para el futuro que estaba a punto de hacer.
Hasta que una
mañana Pablo se despertó sólo para atinar a darse cuenta de que estaba del otro
lado. Se vio a sí mismo respondiendo
preguntas en lugar de formulándolas, se sintió el director de una situación que
hasta entonces lo había atemorizado.
Decidió cuál sería el final - o el próximo paso - para los dos.
Para el resto
de la gente, Pablo terminó en el loquero.
Pobrecito, algo debe de haberle pasado al volver, no lo pudo
resistir. Ya no hablaba con nadie, y eso
a ninguno puede hacerle bien, ¿no?, comentó la madre. Marta, mirando con cauta
distancia la situación, se vio como la única con la respuesta, y vivió la culpa
del que no actúa a tiempo. Quiso
decirle, mientras lo veía babeando en la sala de visitas, ¿y si hubieran sido
cosas mías?, no creas en todo lo que te conté, tal vez lo leí en un libro, ¿o
lo vi en una película, o por la tele?, cómo pudiste tomártelo tan en serio, ¿no
me conocés todavía?
Pero desde
afuera, un Pablo sonreía. El que no había
entrado al hospital. El que pudo manejar
la historia. Cabe la duda cuál de los
dos sería. Pero se mezcló en las
multitudes y de vez en cuando un viejo compañero de la secundaria, un ex-alumno,
algún vecino, cree encontrarse con alguien de su pasado. Después de detenerse un segundo en una calle
donde multitudes lo atropellan, piensa, sonríe, y dice no, creo que ése estaba
en la lista de los que no volvieron más.
Debe ser otro.
Publicado bajo el nombre
de “¿Historias de Marta?”, con algunos cambios, en
Confluencia, University of Northern Colorado, Greeley, Colorado, EEUU, Número
de Primavera, 1993.
Publicado bajo el nombre de “¿Historias de Marta?”, con algunos cambios, en Confluencia, University of Northern Colorado, Greeley, Colorado, EEUU, Número de Primavera, 1993.
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