domingo, 27 de diciembre de 2020

EN LA CLANDESTINIDAD (Tiempos pandémicos en la Argentina)

 


 

Me pasaron su teléfono. Le escribí un mensaje, le puse solo mi nombre de pila. Le recordé quién soy con una foto. No sé qué tan explícita ser. ¿Debo escribir lo que quiero con todas las letras? ¿No sería eso demasiado peligroso?

Me responde bastante rápido: “Sí, me acuerdo, pero…hoy no, ya no. Mañana”.

Le respondo que sí, que mañana. Entiendo que hoy ya es un poco tarde. Aunque el tiempo últimamente casi ha perdido su significado. “Y…¿cómo hacemos? Decime vos cuándo…”

Recibo un mensaje de vuelta con la hora exacta. Qué rara me siento, antes las cosas no funcionaban así. Y tal vez por eso es que hoy estoy en esta situación. Antes no había horario estricto, y para mí eso podía ser una complicación, entonces postergaba el tema. Pero ahora que nos movemos diferente, respetamos más el tiempo del otro, sujetándonos a una hora puntual: hay más compromiso.

“Genial”, le digo. “Ahí estaré”.

Sin embargo, esa noche mis sueños se alborotan. ¿Estaré haciendo bien? ¿Correré riesgos innecesarios? ¿Qué más daría esperar un poco más? Pero…¿cuánto sería ese “poco más”? Los días se han hecho semanas, las semanas meses…y nada cambia ¿Y si me ven? ¿Y si, tras el encuentro, se dan cuenta los otros con verme nomás que crucé la línea de lo permitido?

Me levanto al día siguiente, decidida. Mi corazón se agita. La respiración se entrecorta y por momentos se acelera. ¿Alguien podría denunciarme? ¿A mí? ¿A él? ¿Esto podría terminar en una comisaría? ¿Por qué me he metido, voluntariamente, en esta situación irregular?

También me pregunto si deberé alentarlo, como siempre hago, a que vaya un poquito más allá. A veces, mucho más allá. “Hacé de cuenta que soy un hombre”, le digo, cuando veo que no se anima. Es lógico, tiene miedo: la mayoría de las mujeres protestan cuando se pasa de la raya y deben esperar largo tiempo para…Pero no es mi problema: no quiero tener que volver en un mes, sólo porque él no se animó a más.

Llega la hora. El lugar del encuentro está a minutos de caminata. Probablemente sólo tres minutos. Pero igual salgo un poco antes. Tampoco tanto antes. Hoy hace frío, y no quisiera esperar afuera.

Ya estoy ahí. Miro a mi alrededor. En el camino me crucé con personas que creo no conocer, aunque algunas me han saludado. Es tan difícil reconocernos hoy…

Ahora sí, no hay nadie cerca. Él ve mis pies. Me agacho, me hace señas.

-          ¿Paso o espero afuera?

-          No, pasá, pasá – me apura, un tanto nervioso.

   Debo bajar la cabeza para no golpearme. Entro y cierra todo. La claustrofobia general se condensa ahora aquí en estos escasos metros cuadrados. Me siento a esperar que me toque. Sólo hay otra persona además de mí, nada más.

Mientras tanto, leo las mismas revista viejas que la última vez que estuve, el     pasado diciembre.

            Y bueno, esta es la historia de cómo ayer me corté el pelo.




Este cuento fue publicado por Editorial Dunken en la antología "Cuentos sin eje" (Buenos Aires, 2022).

 

 

 




lunes, 7 de diciembre de 2020

AQUELLA NOCHE

 



   Éramos una familia de tres mujeres, pero no siempre había sido así. No antes de esa noche.

   Volvió de madrugada, de alguna juerga, imaginé entonces. Yo, que tenía el sueño más liviano de todas, debo de haber sido la única que oyó el alboroto: primero, la llave en la puerta cancel, los torpes intentos por abrir, el llavero cayéndose al piso, manos que tantean a ciegas y prueban de nuevo y ya, el ruido de la puerta abriéndose, el piso de madera crujiendo. Pasos arrastrados, lentos, después un intento de apurón al baño, y luego una caída estentórea, seguida de flatulencias como ráfagas de disparos que hicieron eco en las paredes del baño.

   Los primeros ruidos ya me habían hecho sentar en la cama y abrir los ojos. Los más fuertes provocaron un encendido furioso de luces y corridas, oí que mi madre lo llamaba a los gritos por su nombre, pero él no respondía. Me levanté porque ya la cosa parecía bien fuera de lo común. Lo normal habría sido que tras el arrastrar de pasos abriera la puerta de su habitación y la cerrara de un portazo. Que discutieran los dos por unos minutos, otra vez tarde, callate que vas a despertar a las nenas, como si te importaran las nenas, te pensás que voy a vivir pegado a tus faldas, al menos cuidá las apariencias, y cosas así. Pero no, estaba claro que él no respondía y que mamá necesitaba ayuda.

-       Adri, vení, ayudame a levantarlo y llevarlo a la cama.

   Yo no tenía ni 10 años todavía, los estaba por cumplir ese invierno, pronto sería mi día y correrían el chocolate caliente y los churros para festejar un año más, vendrían mis amiguitas del barrio y de la escuela, y…

-       ¿Qué esperás? ¡Ayudame, por favor!

   Mamá estaba sola con esto, así que no me quedó otra que despabilarme y ofrecer mis pequeños hombros infantiles para que apoyáramos a semejante urso que no parecía reaccionar ante ningún estímulo. Tenía los ojos en blanco, babeaba y por el olor las flatulencias habían sido el anuncio de enorme descompostura. Me dio miedo, me dio asco, pero igual el brazo inerte fue colocado sobre mí y de alguna manera nos movimos hacia la habitación más cercana, que era la mía. Por suerte el jaleo no había despertado a mi hermanita pero sí a Manuela, la señora que vivía en casa y siempre nos ayudaba con todo, desde las tareas escolares hasta limpiar y cocinar cuando mamá salía a trabajar. Menos mal, pensé, porque ya no puedo más con tanto peso. Y allí, como pudimos, lo acomodamos las tres en mi cama. Mamá me echó de la habitación luego de llamar al médico de la familia, y de ahí en más no se me permitió volver a verlo. Lo que siguió fue un incesante peregrinar de médico, tías, la abuela, y alguna amiga de mamá.

   Cada vez que entraba alguien a la habitación, mamá lloraba, había gritos también y yo sentada en un sillón del living empezaba a tener sueño, pero me sentía culpable de cerrar los ojos porque algo tremendo estaba ocurriendo.

   En un momento, mandaron a Manuela a la habitación de mis padres. Por hacer algo, la seguí, pero a cierta distancia para que no me echara ella también. Vi que abría el ropero, miraba los trajes de él y elegía dos: uno negro que nunca le había visto puesto, y otro azul oscuro, que solía llevar a trabajar. Qué raro, pensé, porque es cierto que ya a esta altura está amaneciendo y pronto se hará la hora de ir a la oficina, pero no creo que esté como para ir a trabajar hoy.

   De repente, mi hermanita empieza a llorar. Qué inoportuna, Luciana, ¿qué querrá? Una de mis tías la oyó gritar y fue a verla. Ya tenía 5 años, pero todavía usaba la cuna que se le había ido adaptando a su tamaño. Estaba lejos de ser una bebita, pero la mimaban como si lo fuera. Yo no podía hacerle un chiste sin que él me diera un cachetazo o me empujara, pero Lu podía hacer lo que quería y nunca nadie le decía nada.

   Con el despuntar del día, vino un coche y se lo llevó en una camilla, todo tapado aunque mucho frío no hacía. ¿Adónde lo llevaban? ¿Al hospital? No, a casa de la abuela, me dijeron. Clavado entonces que hoy no va a trabajar, tenía razón yo.

   Manuela se quedó en casa con nosotras dos mientras los adultos se iban y mamá se vestía toda elegante de negro. Se fue sin desayunar, pero Lu y yo nos comimos un montón de tostadas con manteca esa mañana. Manuela no hablaba, pero ella no era de mucho hablar igual. Mamá siempre decía que la gente del norte era más respetuosa y callada, que aprendiéramos nosotras dos de ella en lugar de ser tan mocosas insolentes. Pero mi hermanita no dejaba de cotorrear y ya me tenía cansada. Hasta que preguntó lo que se caía de maduro que iba a terminar preguntando:

-       ¿Dónde está papá?

-       Se fue de viaje -, contestó Manuela, rápido y sin más explicaciones. Eso sí que era rarísimo. Al rato, cuando Manuela se fue al baño, no pude evitar escupírselo en la cara:

-       ¿No te das cuenta de que se murió, estúpida?

   Luciana me miró como si le hubiera contado una historia de fantasmas. Me tiró con el cuchillo de la manteca que por suerte no tiene filo y además me pasó raspando porque Lu nunca tuvo muy buena puntería. Tampoco le había dado la cabeza para darse cuenta solita de lo que había pasado, así que no le tuve ninguna lástima cuando se puso a llorar a los gritos. Ahí fue cuando Manuela salió corriendo del baño, la alzó en upa y se la llevó a su habitación para leerle cuentitos o no sé bien qué, pero al rato dejó de llorar y hasta se reía un poco.

   Volví a mi habitación, parece que hoy nadie nos iba a llevar a la escuela, así que pensé que tal vez me iba a poder recostar otra vez en la cama a leer un libro. Ya pronto terminaría “Corazón”. Pero cuando abrí la puerta, vi que habían sacado todas las sábanas, el cubrecamas, y que todo olía a desinfectante.

   Al rato, Manuela vino a verme. Lu se había quedado dormida después de la llorada y un cuento, y entonces Manuela quiso saber en qué andaba yo.

-       ¿Vas a querer ir a…?

-       ¡No! – grité.

-       Bueno, te dejo un rato, cualquier cosa si se vuelve a despertar Luciana, dale una mamadera y seguro se queda dormida otra vez.

-       Tiene 5 años –contesté. Recién ahí supe que igual le seguían dando mamadera. Me pareció que una vez la vi escondiéndola entre las sábanas cuando entré a su cuarto, hasta ella se daba cuenta de que ya estaba grande para mamaderas.

        Era entrada la noche cuando mamá regresó a casa. Tenía cara de cansada, había ojeras muy oscuras debajo de los ojos sin pintar y estaba más pálida que de costumbre. Se ve que Manuela no le había dicho nada porque volvió a preguntarme si quería ir. Le dije que no, y me fui a bañar porque ya era tarde. Mamá me pidió que esperara a después de cenar, pero como nadie tenía ganas de comer nada, me bañé y me acosté enseguida.

    Sé que mamá volvió a la casa de la abuela y que de allí iba a otro lado. Volvió al mediodía, justo cuando yo salía para la escuela de mano de tía Beba.

-       Hoy podés quedarte en casa si querés – me dijo.

-       No.

   Fui a la escuela, lamentando haber faltado el día anterior, porque en algunas clases anduve un poco perdida al principio. Pero de a poco me fui poniendo a tono, llegó el fin de semana y una compañera me prestó apuntes para que pusiera al día mi cuaderno de clases.

   Y para el lunes, ya nos habíamos convertido en una familia de tres mujeres, más Manuela, que era casi como otra más en la familia. No se habló jamás de lo que pasó esa madrugada confusa, y ni Lu ni yo volvimos a hacer preguntas. Un día hasta desaparecieron los portarretratos donde se lo veía (junto a mamá el día del casamiento, con nosotras en brazos cuando éramos bebés), y al poco tiempo no se lo nombró nunca más. Fue casi, casi, como si jamás hubiera existido.