Éramos una familia de tres mujeres, pero no
siempre había sido así. No antes de esa noche.
Volvió de madrugada, de alguna juerga,
imaginé entonces. Yo, que tenía el sueño más liviano de todas, debo de haber
sido la única que oyó el alboroto: primero, la llave en la puerta cancel, los
torpes intentos por abrir, el llavero cayéndose al piso, manos que tantean a
ciegas y prueban de nuevo y ya, el ruido de la puerta abriéndose, el piso de
madera crujiendo. Pasos arrastrados, lentos, después un intento de apurón al baño,
y luego una caída estentórea, seguida de flatulencias como ráfagas de disparos
que hicieron eco en las paredes del baño.
Los primeros ruidos ya me habían hecho
sentar en la cama y abrir los ojos. Los más fuertes provocaron un encendido
furioso de luces y corridas, oí que mi madre lo llamaba a los gritos por su
nombre, pero él no respondía. Me levanté porque ya la cosa parecía bien fuera
de lo común. Lo normal habría sido que tras el arrastrar de pasos abriera la puerta
de su habitación y la cerrara de un portazo. Que discutieran los dos por unos
minutos, otra vez tarde, callate que vas a despertar a las nenas, como si te
importaran las nenas, te pensás que voy a vivir pegado a tus faldas, al menos cuidá
las apariencias, y cosas así. Pero no, estaba claro que él no respondía y que
mamá necesitaba ayuda.
-
Adri, vení, ayudame a levantarlo y
llevarlo a la cama.
Yo no tenía ni 10 años todavía, los estaba
por cumplir ese invierno, pronto sería mi día y correrían el chocolate caliente
y los churros para festejar un año más, vendrían mis amiguitas del barrio y de
la escuela, y…
-
¿Qué esperás? ¡Ayudame, por favor!
Mamá estaba sola con esto, así que no me
quedó otra que despabilarme y ofrecer mis pequeños hombros infantiles para que
apoyáramos a semejante urso que no parecía reaccionar ante ningún estímulo.
Tenía los ojos en blanco, babeaba y por el olor las flatulencias habían sido el
anuncio de enorme descompostura. Me dio miedo, me dio asco, pero igual el brazo
inerte fue colocado sobre mí y de alguna manera nos movimos hacia la habitación
más cercana, que era la mía. Por suerte el jaleo no había despertado a mi
hermanita pero sí a Manuela, la señora que vivía en casa y siempre nos ayudaba
con todo, desde las tareas escolares hasta limpiar y cocinar cuando mamá salía
a trabajar. Menos mal, pensé, porque ya no puedo más con tanto peso. Y allí,
como pudimos, lo acomodamos las tres en mi cama. Mamá me echó de la habitación
luego de llamar al médico de la familia, y de ahí en más no se me permitió
volver a verlo. Lo que siguió fue un incesante peregrinar de médico, tías, la
abuela, y alguna amiga de mamá.
Cada vez que entraba alguien a la
habitación, mamá lloraba, había gritos también y yo sentada en un sillón del
living empezaba a tener sueño, pero me sentía culpable de cerrar los ojos
porque algo tremendo estaba ocurriendo.
En un momento, mandaron a Manuela a la
habitación de mis padres. Por hacer algo, la seguí, pero a cierta distancia
para que no me echara ella también. Vi que abría el ropero, miraba los trajes
de él y elegía dos: uno negro que nunca le había visto puesto, y otro azul
oscuro, que solía llevar a trabajar. Qué raro, pensé, porque es cierto que ya a
esta altura está amaneciendo y pronto se hará la hora de ir a la oficina, pero
no creo que esté como para ir a trabajar hoy.
De repente, mi hermanita empieza a llorar.
Qué inoportuna, Luciana, ¿qué querrá? Una de mis tías la oyó gritar y fue a
verla. Ya tenía 5 años, pero todavía usaba la cuna que se le había ido
adaptando a su tamaño. Estaba lejos de ser una bebita, pero la mimaban como si
lo fuera. Yo no podía hacerle un chiste sin que él me diera un cachetazo o me
empujara, pero Lu podía hacer lo que quería y nunca nadie le decía nada.
Con el despuntar del día, vino un coche y se
lo llevó en una camilla, todo tapado aunque mucho frío no hacía. ¿Adónde lo
llevaban? ¿Al hospital? No, a casa de la abuela, me dijeron. Clavado entonces
que hoy no va a trabajar, tenía razón yo.
Manuela se quedó en casa con nosotras dos
mientras los adultos se iban y mamá se vestía toda elegante de negro. Se fue
sin desayunar, pero Lu y yo nos comimos un montón de tostadas con manteca esa
mañana. Manuela no hablaba, pero ella no era de mucho hablar igual. Mamá
siempre decía que la gente del norte era más respetuosa y callada, que
aprendiéramos nosotras dos de ella en lugar de ser tan mocosas insolentes. Pero
mi hermanita no dejaba de cotorrear y ya me tenía cansada. Hasta que preguntó
lo que se caía de maduro que iba a terminar preguntando:
- ¿Dónde
está papá?
- Se
fue de viaje -, contestó Manuela, rápido y sin más explicaciones. Eso sí que
era rarísimo. Al rato, cuando Manuela se fue al baño, no pude evitar
escupírselo en la cara:
- ¿No
te das cuenta de que se murió, estúpida?
Luciana me miró como si le hubiera contado
una historia de fantasmas. Me tiró con el cuchillo de la manteca que por suerte
no tiene filo y además me pasó raspando porque Lu nunca tuvo muy buena
puntería. Tampoco le había dado la cabeza para darse cuenta solita de lo que
había pasado, así que no le tuve ninguna lástima cuando se puso a llorar a los
gritos. Ahí fue cuando Manuela salió corriendo del baño, la alzó en upa y se la
llevó a su habitación para leerle cuentitos o no sé bien qué, pero al rato dejó
de llorar y hasta se reía un poco.
Volví a mi habitación, parece que hoy nadie
nos iba a llevar a la escuela, así que pensé que tal vez me iba a poder
recostar otra vez en la cama a leer un libro. Ya pronto terminaría “Corazón”.
Pero cuando abrí la puerta, vi que habían sacado todas las sábanas, el
cubrecamas, y que todo olía a desinfectante.
Al rato, Manuela vino a verme. Lu se había
quedado dormida después de la llorada y un cuento, y entonces Manuela quiso saber
en qué andaba yo.
- ¿Vas
a querer ir a…?
- ¡No!
– grité.
- Bueno,
te dejo un rato, cualquier cosa si se vuelve a despertar Luciana, dale una mamadera
y seguro se queda dormida otra vez.
- Tiene
5 años –contesté. Recién ahí supe que igual le seguían dando mamadera. Me
pareció que una vez la vi escondiéndola entre las sábanas cuando entré a su
cuarto, hasta ella se daba cuenta de que ya estaba grande para mamaderas.
Era entrada la noche cuando mamá regresó a
casa. Tenía cara de cansada, había ojeras muy oscuras debajo de los ojos sin
pintar y estaba más pálida que de costumbre. Se ve que Manuela no le había
dicho nada porque volvió a preguntarme si quería ir. Le dije que no, y me fui a
bañar porque ya era tarde. Mamá me pidió que esperara a después de cenar, pero
como nadie tenía ganas de comer nada, me bañé y me acosté enseguida.
Sé que mamá volvió a la casa de la abuela y
que de allí iba a otro lado. Volvió al mediodía, justo cuando yo salía para la
escuela de mano de tía Beba.
- Hoy
podés quedarte en casa si querés – me dijo.
- No.
Fui a la escuela, lamentando haber faltado
el día anterior, porque en algunas clases anduve un poco perdida al principio.
Pero de a poco me fui poniendo a tono, llegó el fin de semana y una compañera
me prestó apuntes para que pusiera al día mi cuaderno de clases.
Y para el lunes, ya nos habíamos convertido
en una familia de tres mujeres, más Manuela, que era casi como otra más en la
familia. No se habló jamás de lo que pasó esa madrugada confusa, y ni Lu ni yo
volvimos a hacer preguntas. Un día hasta desaparecieron los portarretratos
donde se lo veía (junto a mamá el día del casamiento, con nosotras en brazos
cuando éramos bebés), y al poco tiempo no se lo nombró nunca más. Fue casi,
casi, como si jamás hubiera existido.