domingo, 27 de diciembre de 2020

EN LA CLANDESTINIDAD (Tiempos pandémicos en la Argentina)

 


 

Me pasaron su teléfono. Le escribí un mensaje, le puse solo mi nombre de pila. Le recordé quién soy con una foto. No sé qué tan explícita ser. ¿Debo escribir lo que quiero con todas las letras? ¿No sería eso demasiado peligroso?

Me responde bastante rápido: “Sí, me acuerdo, pero…hoy no, ya no. Mañana”.

Le respondo que sí, que mañana. Entiendo que hoy ya es un poco tarde. Aunque el tiempo últimamente casi ha perdido su significado. “Y…¿cómo hacemos? Decime vos cuándo…”

Recibo un mensaje de vuelta con la hora exacta. Qué rara me siento, antes las cosas no funcionaban así. Y tal vez por eso es que hoy estoy en esta situación. Antes no había horario estricto, y para mí eso podía ser una complicación, entonces postergaba el tema. Pero ahora que nos movemos diferente, respetamos más el tiempo del otro, sujetándonos a una hora puntual: hay más compromiso.

“Genial”, le digo. “Ahí estaré”.

Sin embargo, esa noche mis sueños se alborotan. ¿Estaré haciendo bien? ¿Correré riesgos innecesarios? ¿Qué más daría esperar un poco más? Pero…¿cuánto sería ese “poco más”? Los días se han hecho semanas, las semanas meses…y nada cambia ¿Y si me ven? ¿Y si, tras el encuentro, se dan cuenta los otros con verme nomás que crucé la línea de lo permitido?

Me levanto al día siguiente, decidida. Mi corazón se agita. La respiración se entrecorta y por momentos se acelera. ¿Alguien podría denunciarme? ¿A mí? ¿A él? ¿Esto podría terminar en una comisaría? ¿Por qué me he metido, voluntariamente, en esta situación irregular?

También me pregunto si deberé alentarlo, como siempre hago, a que vaya un poquito más allá. A veces, mucho más allá. “Hacé de cuenta que soy un hombre”, le digo, cuando veo que no se anima. Es lógico, tiene miedo: la mayoría de las mujeres protestan cuando se pasa de la raya y deben esperar largo tiempo para…Pero no es mi problema: no quiero tener que volver en un mes, sólo porque él no se animó a más.

Llega la hora. El lugar del encuentro está a minutos de caminata. Probablemente sólo tres minutos. Pero igual salgo un poco antes. Tampoco tanto antes. Hoy hace frío, y no quisiera esperar afuera.

Ya estoy ahí. Miro a mi alrededor. En el camino me crucé con personas que creo no conocer, aunque algunas me han saludado. Es tan difícil reconocernos hoy…

Ahora sí, no hay nadie cerca. Él ve mis pies. Me agacho, me hace señas.

-          ¿Paso o espero afuera?

-          No, pasá, pasá – me apura, un tanto nervioso.

   Debo bajar la cabeza para no golpearme. Entro y cierra todo. La claustrofobia general se condensa ahora aquí en estos escasos metros cuadrados. Me siento a esperar que me toque. Sólo hay otra persona además de mí, nada más.

Mientras tanto, leo las mismas revista viejas que la última vez que estuve, el     pasado diciembre.

            Y bueno, esta es la historia de cómo ayer me corté el pelo.




Este cuento fue publicado por Editorial Dunken en la antología "Cuentos sin eje" (Buenos Aires, 2022).

 

 

 




lunes, 7 de diciembre de 2020

AQUELLA NOCHE

 



   Éramos una familia de tres mujeres, pero no siempre había sido así. No antes de esa noche.

   Volvió de madrugada, de alguna juerga, imaginé entonces. Yo, que tenía el sueño más liviano de todas, debo de haber sido la única que oyó el alboroto: primero, la llave en la puerta cancel, los torpes intentos por abrir, el llavero cayéndose al piso, manos que tantean a ciegas y prueban de nuevo y ya, el ruido de la puerta abriéndose, el piso de madera crujiendo. Pasos arrastrados, lentos, después un intento de apurón al baño, y luego una caída estentórea, seguida de flatulencias como ráfagas de disparos que hicieron eco en las paredes del baño.

   Los primeros ruidos ya me habían hecho sentar en la cama y abrir los ojos. Los más fuertes provocaron un encendido furioso de luces y corridas, oí que mi madre lo llamaba a los gritos por su nombre, pero él no respondía. Me levanté porque ya la cosa parecía bien fuera de lo común. Lo normal habría sido que tras el arrastrar de pasos abriera la puerta de su habitación y la cerrara de un portazo. Que discutieran los dos por unos minutos, otra vez tarde, callate que vas a despertar a las nenas, como si te importaran las nenas, te pensás que voy a vivir pegado a tus faldas, al menos cuidá las apariencias, y cosas así. Pero no, estaba claro que él no respondía y que mamá necesitaba ayuda.

-       Adri, vení, ayudame a levantarlo y llevarlo a la cama.

   Yo no tenía ni 10 años todavía, los estaba por cumplir ese invierno, pronto sería mi día y correrían el chocolate caliente y los churros para festejar un año más, vendrían mis amiguitas del barrio y de la escuela, y…

-       ¿Qué esperás? ¡Ayudame, por favor!

   Mamá estaba sola con esto, así que no me quedó otra que despabilarme y ofrecer mis pequeños hombros infantiles para que apoyáramos a semejante urso que no parecía reaccionar ante ningún estímulo. Tenía los ojos en blanco, babeaba y por el olor las flatulencias habían sido el anuncio de enorme descompostura. Me dio miedo, me dio asco, pero igual el brazo inerte fue colocado sobre mí y de alguna manera nos movimos hacia la habitación más cercana, que era la mía. Por suerte el jaleo no había despertado a mi hermanita pero sí a Manuela, la señora que vivía en casa y siempre nos ayudaba con todo, desde las tareas escolares hasta limpiar y cocinar cuando mamá salía a trabajar. Menos mal, pensé, porque ya no puedo más con tanto peso. Y allí, como pudimos, lo acomodamos las tres en mi cama. Mamá me echó de la habitación luego de llamar al médico de la familia, y de ahí en más no se me permitió volver a verlo. Lo que siguió fue un incesante peregrinar de médico, tías, la abuela, y alguna amiga de mamá.

   Cada vez que entraba alguien a la habitación, mamá lloraba, había gritos también y yo sentada en un sillón del living empezaba a tener sueño, pero me sentía culpable de cerrar los ojos porque algo tremendo estaba ocurriendo.

   En un momento, mandaron a Manuela a la habitación de mis padres. Por hacer algo, la seguí, pero a cierta distancia para que no me echara ella también. Vi que abría el ropero, miraba los trajes de él y elegía dos: uno negro que nunca le había visto puesto, y otro azul oscuro, que solía llevar a trabajar. Qué raro, pensé, porque es cierto que ya a esta altura está amaneciendo y pronto se hará la hora de ir a la oficina, pero no creo que esté como para ir a trabajar hoy.

   De repente, mi hermanita empieza a llorar. Qué inoportuna, Luciana, ¿qué querrá? Una de mis tías la oyó gritar y fue a verla. Ya tenía 5 años, pero todavía usaba la cuna que se le había ido adaptando a su tamaño. Estaba lejos de ser una bebita, pero la mimaban como si lo fuera. Yo no podía hacerle un chiste sin que él me diera un cachetazo o me empujara, pero Lu podía hacer lo que quería y nunca nadie le decía nada.

   Con el despuntar del día, vino un coche y se lo llevó en una camilla, todo tapado aunque mucho frío no hacía. ¿Adónde lo llevaban? ¿Al hospital? No, a casa de la abuela, me dijeron. Clavado entonces que hoy no va a trabajar, tenía razón yo.

   Manuela se quedó en casa con nosotras dos mientras los adultos se iban y mamá se vestía toda elegante de negro. Se fue sin desayunar, pero Lu y yo nos comimos un montón de tostadas con manteca esa mañana. Manuela no hablaba, pero ella no era de mucho hablar igual. Mamá siempre decía que la gente del norte era más respetuosa y callada, que aprendiéramos nosotras dos de ella en lugar de ser tan mocosas insolentes. Pero mi hermanita no dejaba de cotorrear y ya me tenía cansada. Hasta que preguntó lo que se caía de maduro que iba a terminar preguntando:

-       ¿Dónde está papá?

-       Se fue de viaje -, contestó Manuela, rápido y sin más explicaciones. Eso sí que era rarísimo. Al rato, cuando Manuela se fue al baño, no pude evitar escupírselo en la cara:

-       ¿No te das cuenta de que se murió, estúpida?

   Luciana me miró como si le hubiera contado una historia de fantasmas. Me tiró con el cuchillo de la manteca que por suerte no tiene filo y además me pasó raspando porque Lu nunca tuvo muy buena puntería. Tampoco le había dado la cabeza para darse cuenta solita de lo que había pasado, así que no le tuve ninguna lástima cuando se puso a llorar a los gritos. Ahí fue cuando Manuela salió corriendo del baño, la alzó en upa y se la llevó a su habitación para leerle cuentitos o no sé bien qué, pero al rato dejó de llorar y hasta se reía un poco.

   Volví a mi habitación, parece que hoy nadie nos iba a llevar a la escuela, así que pensé que tal vez me iba a poder recostar otra vez en la cama a leer un libro. Ya pronto terminaría “Corazón”. Pero cuando abrí la puerta, vi que habían sacado todas las sábanas, el cubrecamas, y que todo olía a desinfectante.

   Al rato, Manuela vino a verme. Lu se había quedado dormida después de la llorada y un cuento, y entonces Manuela quiso saber en qué andaba yo.

-       ¿Vas a querer ir a…?

-       ¡No! – grité.

-       Bueno, te dejo un rato, cualquier cosa si se vuelve a despertar Luciana, dale una mamadera y seguro se queda dormida otra vez.

-       Tiene 5 años –contesté. Recién ahí supe que igual le seguían dando mamadera. Me pareció que una vez la vi escondiéndola entre las sábanas cuando entré a su cuarto, hasta ella se daba cuenta de que ya estaba grande para mamaderas.

        Era entrada la noche cuando mamá regresó a casa. Tenía cara de cansada, había ojeras muy oscuras debajo de los ojos sin pintar y estaba más pálida que de costumbre. Se ve que Manuela no le había dicho nada porque volvió a preguntarme si quería ir. Le dije que no, y me fui a bañar porque ya era tarde. Mamá me pidió que esperara a después de cenar, pero como nadie tenía ganas de comer nada, me bañé y me acosté enseguida.

    Sé que mamá volvió a la casa de la abuela y que de allí iba a otro lado. Volvió al mediodía, justo cuando yo salía para la escuela de mano de tía Beba.

-       Hoy podés quedarte en casa si querés – me dijo.

-       No.

   Fui a la escuela, lamentando haber faltado el día anterior, porque en algunas clases anduve un poco perdida al principio. Pero de a poco me fui poniendo a tono, llegó el fin de semana y una compañera me prestó apuntes para que pusiera al día mi cuaderno de clases.

   Y para el lunes, ya nos habíamos convertido en una familia de tres mujeres, más Manuela, que era casi como otra más en la familia. No se habló jamás de lo que pasó esa madrugada confusa, y ni Lu ni yo volvimos a hacer preguntas. Un día hasta desaparecieron los portarretratos donde se lo veía (junto a mamá el día del casamiento, con nosotras en brazos cuando éramos bebés), y al poco tiempo no se lo nombró nunca más. Fue casi, casi, como si jamás hubiera existido.


lunes, 5 de febrero de 2018

URGENCIAS DENTALES LAS 24 HORAS



   No hay nada peor que romperte una muela mientras estás comiendo pochoclo, plácidamente recostada en el sofá con tu hijita mirando Hotel Transilvania 2. Bueno, sí hay. Encima era sábado a la noche. Por suerte (parte 1), no sentía dolor, pero comencé a advertir que el filo de la muela amenazaba con lastimarme la lengua, lo que me molestaría al hablar y (más preocupante aun) al comer.

   Por suerte (parte 2), tengo un plan de salud que prevé estos inconvenientes dentales y ofrece un servicio de emergencias las 24hrs; encima, cerca de casa. Ya tenía plan para el domingo.

   Conocía el lugar y había estado por inconvenientes similares, como buena paciente con bruxismo. Abro la puerta y observo con alivio que no hay nadie en la sala de espera. Se ve que hay gente con mejores planes para un domingo a la mañana.

   Después de anunciarme, me siento a esperar, lo que supongo será un breve momento porque la única otra paciente a la vista acaba de retirarse.

   Veo a la doctora en la mesa de recepción, pero está de espaldas a mí. Me digo que no será necesario que me llame por el nombre, como me anticipó la recepcionista, ya que soy la única persona allí. Sin embargo, grita, sin levantar la vista de un papel que está escribiendo: "¡Giménez!". Me levanto como si me hubieran llamado al frente para tomarme la lección. Paso a su lado y, sin mirarme todavía, me indica con la mano: "¡Por allá!". Llego al final del pasillo, maldiciendo mi (mala) suerte (parte 1), ya que pondré mi boca en manos de esta mujer temible. No sé si entrar al consultorio de la izquierda o de la derecha. Me doy vuelta y ahora sí me mira y me indica cuál es con la mano. A la izquierda. Que en italiano es la 'siniestra'...

   Entro con todo el exceso de equipaje que exige el invierno y me pregunto dónde ubicarlo. No me tomaré la libertad de elegir con esta mujer. Espero a que venga y me indique dónde poner mis cosas.

   Llega. 'Sentate ahi, poné las cosas arriba tuyo que esto va a ser rápido'. Caramba. ¿Me aplicará la inyección letal? Supongo que quiere que me quede muy claro que este es un servicio de guardias de emergencias; que no vengo, por ejemplo, para un blanqueado estético.

   Me acomodo, desvalida, con campera, chal y cartera en mi falda. Me abrazo a todo eso. Igual, estoy a solas con ella y nadie, nadie, sabe que estoy en este lugar. Ni el maldito GPS, pienso.

   - ¿Qué la trae por aquí?

   Trato de resumir todo lo más posible. Esta doctora no parece tener mucho tiempo, aunque la sala de espera siga vacía.

   - Se me rompió una muela y...

   - Ajá, ajá, claro, y te molesta...

   - Sí, y pensaba si me la podría limar para que...

   - ¿Cuál es la pieza?

   Abro la boca, obediente, y le muestro.

   - Bueno. Abrí lo más que puedas que tengo que reducir los bordes con el torno.

   No es momento para contarle que además de bruxismo (que tal vez ella imagine por el tipo de rotura) tengo disfunción temporomandibular, lo que me complica abrir la boca cual lobo de Caperucita. Enciende el torno, el sonido que más odio de todos. Me encomiendo a Dios. Soy atea, pero me encomiendo a Dios que, en situaciones límite, imagino que asiste a todos los mortales. Además es domingo, su día...¿qué otra cosa puede estar haciendo?

   - Hice lo que pude. Es loza -. Ah, ni siquiera rompí muela. Era una corona.

   Compruebo con mi dedo que los bordes perdieron su condición de cuchillo afilado. La bruja hizo un estupendo trabajo.

   - Ahora firme aquí, aquí y atrás. La misma muela y el mismo problema que la paciente anterior. ¡Me quiero mataaarrrr!


   Ya casi me está cayendo simpática. 'Bueno, adiós, ¡muchas gracias, doctora!', digo, al despedirme, con ese servilismo idiota que sentimos ante el profesional experto que nos sacó la espina que tanto nos dolía.




Este relato formó parte de la antología de cuentos "Historias huidizas". Compilado por Mariano Cozzi y publicado por Editorial Dunken, Buenos Aires, diciembre 2017.

jueves, 12 de septiembre de 2013

CAFÉ DE NUEVA YORK, cuento, por Viviana Giménez®

CAFÉ DE NUEVA YORK

Cuento, por Viviana Giménez

®

 

Ella estaba ahí otra vez, claro, como todos los días.  El café a esta hora gozaba de pleno apogeo: los mozos iban y venían, frenéticos, ignorándome, llevando y trayendo cosas a otros a quienes sí atendían solícitos.  El olor a café espreso era el más nítido aquí en la barra, donde yo me encontraba sentada al lado de ella.  A ella sí le prestaron inmediata atención, “hola, abuela, lo de siempre, ¿no?”  Y claro, ¿qué pretendía yo? La “abuela” era cliente de siempre, a mí no me cabían esos privilegios, yo quería un simple café y este lugar se me atravesó en el camino, mi elección de lugar fue totalmente arbitraria, yo era casi una intrusa, después de todo . . .
            En cambio ella era la hola-abuela-lo-de-siempre.  Y en medio minuto le trajeron lo de siempre: un bol de sopita de verduras humeante, un platito con dos bollos, manteca y un vaso de agua “con limón, abuela, mire qué limón grande”.  Con limón y con sonrisa, y yo que me muero por un capuccino, ¿para cuándo?  Después, se hablan en su idioma: ¿qué es?  Griego o ruso o polaco, tal vez hasta árabe.  Mi pobre oído también debe tener sed de café y hasta hambre, después de ver esa sopita.
            La abuela ahora habla sola, en el idioma de este país, pero no le entiendo porque son murmullos, y además está la sopita en su boca que le cambia los sonidos a cualquiera, y las miles de otras voces del café también apagan mis intentos por comprender.
            Mientras yo sigo esperando, ella acaba su sopa, pero no los panes: “es que me dieron mucho”, “coma abuela coma y si no se los lleva”.  ¿Quién será la abuela? ¿Quién seré yo en esta gran ciudad?
            A mi izquierda también alguien que habla en otro idioma, que es búlgaro o yidish o suahili.  Todo lo miro de reojo, no se hacen las cosas de otro modo en la ciudad.  ¿Quién quiere correr el riesgo de ligarse un “¿y usted qué mira”?
            Por fin llega mi capuccino, y yo contenta aunque le han puesto canela, no me han dado cuchara para tomarme la espumita y ni hablar de servilleta.  Pero no me atrevo a molestarlos otra vez, la abuela vuelve a la carga copándoles la atención, pidiendo “postre”, “postre”, simplemente, y me pregunto si también será el de siempre.
            Vuelven sonriendo y le traen de a dos, como en sillita de oro, un helado con dos copetes de crema, y la abuela ahora parece una chica devorándolo.  En un revoleo de mis ojos ya ha desaparecido un copete, y luego el otro, y pronto ya no hay nada más.  Sólo la abuela murmurando y sobando la cucharita con la lengua, quitando los últimos rastros de helado, de crema.  ¿Algo más, abuela, tal vez “lo de siempre”? (¿un café?)?, me pregunto.  Y la veo reposar la cabeza contra el mostrador mientras de a sorbitos pequeños voy dando fin a mi capuccino.  Ya no escucho su idioma, ni otros.  Percibo una quietud que de pronto es su quietud, y empiezo a sentir miedo y ya intuyo lo peor, cuando al rato decido ponerme de pie, y veo su mano colgando, y compruebo que “lo de siempre” pierde significado, cuando ya es tarde y se transforma en un “para siempre”.  Y yo, una mera circunstancia de lugar, dejo un par de dólares en el mostrador y me voy hacia algún otro lado donde nunca soy cliente habitual.®


viernes, 27 de mayo de 2011

MIS DÍAS CON CLARA Cuento, por Viviana Claudia Giménez®




MIS DÍAS CON CLARA
Cuento, por Viviana Claudia Giménez®

-          ¡Decile a esa que no me mire más así! ¡Que me deje de mirar!
-          Callate.  Nadie te mira.
El papelón en el colectivo ya era mayúsculo, y me obligaba a preguntarme todo el tiempo: “¿La quiero? ¿O ya no la quiero?  Y si es así, ¿por qué sigo a su lado?
-          Pero sí que me mira...¿qué le pasa, decile, por qué me mira?
-          Callate, te dije.  No te está mirando.
-          ¿Ah, no? ¡Mirá...!
Susurré:
-          Y si estás a los gritos, claro que te van a mirar.  Calmate y vas a ver que no te mira nadie más.
Se había obsesionado con que la gente le clavaba la mirada, y a mí me costaba calmarla porque yo también sentía que el mundo nos observaba detenidamente: y por ella.  Por sus ojeras violáceas, su palidez, su cuerpo ahora extremadamente delgado, su innegable condición.  Y esos gritos que pegaba:
-          ¡AAAHHHHH! -.  Por nada, gritaba.
-          Falta poco para bajarnos -, dije, ignorando una vez más sus escándalos.
Mi anuncio la tranquilizó.
-          Así nos dejan de joder acá, sí, bajémonos.
Yo ya había perdido un poco la vergüeza propia y ajena.  Muchos pares de ojos nos taladraban como si de ese modo pudieran llegar al fondo de algo, como si sus miradas les permitieran alcanzar lo que a nosotros mismos nos estaba vedado.
Bajamos en Segurola, y empezamos a caminar.  Mejor dicho, la agarré del brazo y empecé a tirar para adelante; su falta de voluntad era total, y yo debía vivir por los dos.
Antes de llegar vimos a la madre que esperaba frente a la puerta, los brazos en jarra, la expresión que solía provocarme pesadillas, y el grito demasiado familiar a punto de explotarle en la garganta.  Pero nunca decía una palabra hasta que entrábamos.  Y no era suficiente cruzar la puerta de entrada.  Sólo cuando se cerraba la puerta de la cocina, en el centro de la casa, comenzaba el sermón.
-          ¿Así me la traés siempre?  ¿Me querés decir de dónde vienen esta vez?  ¿Y a estas horas?
No servía de nada explicarle otra vez que yo ya la encontraba en ese estado, que sólo era parte de mi gran estupidez meterme en historias que no me convenían, que yo deseaba más que nadie que ella dejara el infierno.
Para colmo, a modo de respuesta, comenzó a vomitar sin fijarse adónde caía lo que su madre tardaría en limpiar.
-          Dale, nomás, dale, total, vos misma te lo vas a limpiar, porque lo que es yo...
Parecía disfrutar de esas escenas tanto como su hija.  Yo a veces me preguntaba si esto no era un número armado para mí.  ¿Y qué se proponían con eso?  ¿Qué querían conmigo?  ¿Por qué yo?
-          Ahora – me encaró la madre -, lo que yo quiero saber es de quién es el paquete ése.  Porque encima que éramos pocos...
Ah, no.  Esa sí que no la sabía.  Clara hizo una pausa en sus vómitos para mirarme con sorna.  Sabía que esto me dolería.  Sabíamos los dos que no nos tocábamos hacía meses.
-          ¿Qué, no te conté?
Claro que no, como tampoco me contaba nada.  Y yo siempre de espectador, de principio a fin, mientras ella hacía su vida: esta vida, cualquier vida, pero una vida que cada vez tenía menos que ver con la mía.
Me senté sin permiso y sin aviso.  Traté de razonar, mientras las miraba a las dos discutiendo, elevando la voz hasta lo insoportable, volviendo a bajarla cuando la madre señalaba la proximidad de los vecinos.
Clara se alejaba de mí a medida que yo trataba de acercarme a ella.  Yo daba un paso en su dirección, mientras que ella saltaba mil hacia el extremo opuesto.  No importaba bien hacia dónde, sólo quería irse lejos.
-          ¿Vos también me mirás, como me miraba la boluda esa en el colectivo, como la otra forra en la calle, como aquel que...?
Sí, yo también te miro, pensé, tratando de entender y no pudiendo ni siquiera empezar a hacerlo.  Y porque yo también te miro, sólo por eso, mejor me voy.

martes, 24 de mayo de 2011

DE REALISMO MÁGICO CON OLOR A VINAGRE, Cuento, por Viviana Claudia Giménez®



DE REALISMO MÁGICO CON OLOR A VINAGRE
Cuento, por Viviana Claudia Giménez®


Cuando fue a ver la casa lo sintió, a ese olor a vinagre.  Le trajo a la memoria ese ingrediente infaltable en las ensaladas de su madre, y también la solución casera para librarse de las liendres o parar sangradas de nariz.  “Olor a piojos”, pensó.  Y cuando se animó a preguntar de dónde venía, le dijeron, como al pasar: “Ah, es que la fábrica de vinagre Huser está a una cuadra.  Le muestro el cuarto de baño”.  Fin de la discusión.
Tal vez fuese sólo un mero detalle, y así quiso verlo al repasar la casa mentalmente esa noche y los días que le siguieron, mientras trataba de decidirse.  Había visto muchos lugares en estos últimos meses, y esta casa en particular era sin duda la que más armonizaba con su idea de sitio perfecto.  Sólo que en los sueños, el detalle odorífero no cuenta.
Luego de tomarse unos días para considerar el asunto con tranquilidad y sin presión alguna, decidió que el olor era lo de menos.  El intento de autoconvencimiento era continuo: “Después de un tiempo ni siquiera voy a sentirlo más; va a ser como si me quedara sordo de la nariz.  ¿O no les pasa a los que viven cerca de riachos estancados, basurales o cualquier otro lugar con olores mucho más nauseabundos que éste?  Ya dicen que uno se acostumbra a lo que sea...Y no es un mal olor, al fin y al cabo...No es para las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, pero ofensivo, lo que se dice ofensivo, no es...Es peculiar, extraño, causa un cosquilleo en la nariz, si se quiere...”
La decisión la demoró un libro que estaba leyendo justo en esos días.  En él, un hombre termina suicidándose por “el olor a cebollas”.  Nadie puede sentirlo, sólo él, y la desesperación lo conduce sin remedio a la muerte.  “Ridículo”, pensó.  Pero la duda ya estaba instalada...
Igual, tiró el libro con desprecio y terminó llamando a la inmobiliaria.  Les comunicó, con aplomo y seguridad en su voz, su decisión de comprar la casa.  Ni él hizo referencia alguna al olor a vinagre, ni ellos tampoco.
¿A cuánto tiempo de estar en el ambiente del olor se acostumbra uno a él?  ¿Se puede morir, realmente, a consecuencia de un olor insoportable?  Ni idea, debía haber preguntado al menos a alguien antes de mudarse, para saber qué esperar.  Aunque a lo mejor una respuesta científica lo hubiera predispuesto mal, y era preferible dejar actuar a la naturaleza por sí sola.  Seguramente él dejaría de pensar en el asunto sin siquiera darse cuenta.
¿Pero cuándo?  Pasaron meses, y no se animaba a admitir ni siquiera ante el espejo que ese olor no sólo no había desaparecido, sino que hasta parecía haberse intensificado.  “Eso es imposible”, reflexionó, “¿cómo voy a estar yendo al revés de las leyes de toda lógica?”
Las visitas fruncían la nariz un poquito, un rato, pero nadie parecía querer mencionar el detalle.  Unos amigos que fueron a cenar una noche mantuvieron una firme cara de asco pese a lo delicioso de los platos y lo suculento del postre, que apenas probaron.  Sí, los invitados no hacían más que confirmar el olor con sus actitudes, pero nadie decía palabra.  Eso molestaba más que dedicarle al asunto toda una noche de conversación y debates.
Un día, al abrir la puerta, se dio que cuenta de que así y sólo así entraba el olor.  Eran como oleadas incontenibles que penetraban con una fuerza de tifón.  Si no abriera más la puerta, entonces, y asegurara bien las ventanas, el olor de adentro terminaría por ser eliminado y ya no entraría una nueva oleada, porque él por cierto estaba dispuesto a impedirlo.
Puso tantas trabas en todas las aberturas de la casa, que ni pizca de aire nuevo podía entrar ya.  Consultó con especialistas primero, en caso de que la decisión terminara resultando dañina para su salud.  Pero le explicaron con lujo de detalles que el aire de la casa podría renovarse automáticamente con “la adquisición de un renovador artificial de aire, que purifica el ambiente y neutraliza los olores.  Ahora sí: no se le ocurra abrir más la puerta en su vida, a menos en caso de gran emergencia, en cuya eventualidad el renovador puede volver a conectarse automáticamente, pero toma tiempo para ponerse en funcionamiento otra vez, así que ojo”.
Averiguaba todo por teléfono: ya no quería ni pensar en abrir la puerta.  Era cierto que, al pasar a los interiores de la vivienda alejados de la entrada, bien pronto se alejaba del círculo de dominación odorífera.  Pero hasta que llegaba el momento de cruzar ese límite invisible, era invadido por sensaciones nauseabundas que cada vez se le hacían más difíciles de soportar sin arcadas. 
Con todas las opciones prolijamente apuntadas en una hoja frente a él, le vinieron a la memoria otros personajes con igual suerte que el hombre víctima del olor a cebollas: eran personajes superados por circunstancias que al lector le parecían evitables.  En la perspectiva interna del libro, sin embargo, no parecía surgir solución viable que condujera a los personajes a una salida concreta.  Todos se dejaban abrumar por situaciones casi mágicas que se les hacían insuperables.  ¿Por qué convertirse él también en un personaje sufrido, en un ser arrinconado por un estado de cosas en el que una decisión simple bastaría para salir del atolladero? 
Qué purificadores de aire ni qué miércoles.  A olvidarse del realismo mágico y otras soluciones literarias más propias de la pura ficción...
Tomó un par de decisiones aburridas: vendió la casa y se mudó al centro, lejos de toda amenaza de fábricas.  Ah, y jamás volvió a probar el vinagre en su vida.

martes, 17 de mayo de 2011

LOS PARQUES NO SIEMPRE CONTINÚAN, Cuento, por Viviana Claudia Giménez®



LOS PARQUES NO SIEMPRE CONTINÚAN
Cuento, por Viviana Claudia Giménez®
(mi humildísimo homenaje a Julio Cortázar)


Todo iba saliendo como de acuerdo con algún plan meticulosamente trazado.  Detrás de esta puerta hallaría una sala de considerable tamaño, casi redonda, y, si continuaba caminando en línea recta, daría con otra puerta más.  Al abrirla, se encontró finalmente con el estudio que había estado buscando.  Y frente a un cuaderno descomunal, estaba él.
“Sí, yo soy escritor”, dijo, “pero otro, y estoy escribiendo otro cuento”. 
Vaya, vaya, eso sí que no estaba dentro de los cálculos.  Y ahora, ¿qué?  Ya no había más puertas que abrir; ese cuarto debía ser el último. 
Se dijo que no existía nada más triste que un personaje a la deriva en busca de su autor.